Estimado Moncho:
Así como las leyes están ahí para que las incumplamos, las tradiciones, por su propia esencia, parece que llevan algún tiempo ahí para cumplirse. Me quería referir hoy a la tradición de las uvas de Nochevieja, que en mi casa es, desde hace muchos años ya, ay, la tradición de la uvas con el Reloj de la Puerta del Sol de medianoche y sus campanadas en la Primera cadena de la televisión publicana. Las uvas, en mi casa de esnobs, se toman con la aguja de los minutos porque no alcanzamos ya, beodos perdidos, el palillo de las doce. Soportamos en familia, desde tiempos inmemoriales, los comentarios previos de los presentadores televisivos porque en mi casa, de nuevo, somos todos muy conservadores y tradicionalistas, no queremos tribulaciones, y estamos sobre aviso para que no se nos pase la hora exacta, aunque cada año, con puntualidad milimétrica, los dichosos presentadores nos hacen la vida imposible con sus confusiones en las instrucciones para dar cuerda al reloj, Cronopios ellos y Famas ateridas ellas; y mi sobrino más corto ha escondido el mando a distancia: los cuartos se vuelven medias, los minutos segundos o terceros y casi siempre llegamos a los quintos o a los sextos agotados, subiendo por las escaleras. Un caos que ya nos es simpático porque el vino de la cena ha cumplido su misión de provocarnos estrabismo mental y ocular, dado que solemos beber peleón reserva. Este año no ha sido muy distinto, o por lo menos así lo recuerdo yo tras la noche etílica, con unas ligeras variaciones que podría enumerar pero no lo haré, porque soy de letras vencidas: La primera novedad fue que en lugar de macho y hembra, comentaristas de la escuela de periodismo cateto, tal vez por aquello del porcentaje en altas instituciones, había dos hembras que, como en los chistes antiguos, una guapa y una fea, las mismas de hace cincuenta años, no han cambiado un ápice. A una de ellas la habían vestido de representación infantil de “La flauta mágica” de Mozart y se ponía a cantar cuando la música ya había acabado. Los padres divorciados aplaudían a rabiar. Si ya el caos y el frío ambiente en los añoviejos que lo habían precedido era babélico, este año las constantes interrupciones de la licenciada en biología a su ocasional compañera fabeta, y sus explicaciones indescifrables, hacían imposible seguir la función con un mínimo de cordura abstemia. Menos mal que la mitad de mí mismo estaba borracha y la otra mitad catatónica. Tragadas uvas, esnifado el prospecto explicativo sobre la mejor manera de comer doce uvas sin atragantarse y sorbidas las instrucciones para escuchar esquilones desde la Torre, empezó la digestión de los polvorones, el turrón, un bigote de langostino sin depilar y el calcetín de colar el café. Una digestión pesada que me impedía conciliar el sueño, y al amanecer del nuevo año me preguntaba porqué había ido yo a la gala de Navidad del colegio de mis hijos si yo no tengo hijos. Menos mal que el concierto de año nuevo de Viena me sacó el hígado a flote, aunque a veces algún vals que no había oído jamás me sabía como a colágeno para estiramiento de momias, y nunca sabré porqué.
Atentamente,
Lázaro Isadán