Estimado Moncho:
Salgo al balcón a tomar un poco el sol, ese astro rey que continúa su ruta sin preocuparse de nuestros problemas ni de nuestras cuarentenas. Sería bueno volver a la devoción por los dioses antiguos, hacerles otra vez algo de caso, ya se ve que los actuales ni nos miran, se han vuelto al desierto semita de donde no deberían haber salido, y nos dejan al vaivén de las olas del desastre, de las plagas egipcias y de los caprichos de los hijos de Satán. Volveré, así sea como un nuevo devoto sin fanatismo, a rezarle a Apolo porque parece ser que los rayos que envía sobre esta morada de mortales ayudan a ver más claro por dentro. Algo es algo. No necesito que, por su mediación, me adivine el futuro, ya lo conozco, sólo quiero que me ilumine en mi retiro obligatorio con los rayos ultravioletas de su experiencia y su sabiduría. Los dioses viejos y gastados no han servido para protegernos y ni siquiera los sacrificios humanos que nuestros Amos les están ofreciendo todos los días, con copas de oro bajo tejados de plata, aplacan su sed de sangre inocente. Así que me voy de su vera, siempre a la verita suya, tomo la silla plegable, una revista de cocina y me pongo en el balcón, en taparrabos, para rezarle a Ra, libéranos, oh dios de la sabiduría, de esta peste que nos impide respirar al aire libre, y de paso, oh dios de la luz, pon en cuarentena a los malvados y estúpidos que todo lo embolan con su mierda, te pido perdón por la palabra. Una vez impetrada la oración sigo a lo mío, repaso la receta del hígado encebollado y tomo del bote de cerveza helada su savia nutricia. Y miro al cielo dándole gracias por los favores recibidos, yo el más humilde de sus fieles.
Algún vecino del edificio no comparte de buena gana mi oración y es como si yo les molestase con mi apostasía. Sin embargo son ellos los que me molestan a mí. Cada día empiezan más temprano sus aplausos de palomas de la paz y acaban mas tarde. Ayer mismo, después de los homenajes merecidos, pusieron una música de cachivache que duró una hora, yo aplaudí cuando todo hubo acabado. Además de a Apolo también rezo al dios del Silencio. El silencio es una de los mayores dones que nos ha sido concedido, pero este dios ha sido expulsado a lo más profundo del mundo subterráneo, a los dominios de Plutón. Regresa pocas veces, acompañando a Perséfone a las tierras de pan llevar a escuchar cómo crecen las espigas. Cuando no son los ladridos de los múltiples canes de dos cabezas y tres culos, son los portazos, los viajes en un ascensor carripana y los muebles arrastrados por decoradores de interior especialistas en lucha grecorromana. Como todo el mundo está en sus casa no hay calamidad que no me ronde, pero me pregunto a qué se debe este trajín. ¿Se visitan entre ellos, quizá para tomarse las medidas de confinamiento? Se odian entre sí aparatosamente y, sin embargo, aman a gentes que viven y trabajan lejos de esta calle, y es tanto el amor al prójimo que viaja por el éter que se me abomba el corazon palpitante y me sofoco. Me ahogo con tanta bondad, como la Pantoja con corsé. Me entra el pánico del hipocondríaco.
Cuando todo esto acabe he jurado buscarme un agujero en algún lugar agradable y vivir, como una lombriz, en una Lababia parnasiana, lejos del mundanal estropicio, recibiendo a Atón por el día, a Selene por la noche y a Eolo cuando me quiera orear el cerebro de tanta polución vírica y mediática; aprovechando las raíces que a un sabio mudo se le vayan cayendo del zurrón, que algo tendré que comer en el futuro incierto.
Esperando poder saludarle pronto en persona (humana), me despido.
Atentamente,
Lázaro Isadán