Siento inquietud ante la mirada inocente de un bebé. A la vez que ternura me da la impresión de que en silencio me están reprochando ser adulto y lo que eso conlleva. Quizá sea muy injusto lo que digo o que tengo demasiadas cosas que ocultar o de las que avergonzarme pero el otro día estaba apoyado en una esquina entre dos calles y un bebé pasó en su coche y se me quedó mirando como sólo te miraba la policía hace años o un hermano que te descubría masturbándote o tu padre durmiendo cuando deberías estudiar. Si el bebé tuviese permiso de armas a buen seguro hubiera abierto fuego contra mí. Tengo la impresión de que cuando me miran, de que cuando nos miran, nos reprochan la herencia que les estamos dejando: un planeta agonizante, guerras en cualquier lugar, hambre, enfermedades, epidemias, en fin, la basura con la que les estamos allanado el camino hacia un presunto futuro.
Hace años, la mirada de un bebé me tranquilizaba, me reconciliaba con la vida, creía que los desmanes que nosotros cometíamos hallarían en nuestros descendientes una vía de solución, un arreglo, una esperanza. Pero ésta debe de estarse deteriorando en exceso porque ahora me miran con rencor, con actitud fiscal, de obispo lanzando anatemas contra todo y contra todos desde un púlpito. Dejan de ser los niños de Guillermo el Travieso y empiezan a ser personajes de novelas de Henry James, niños monstruosos que idean algo contra los adultos. Estoy convencido de que hay una guerra larvada que llevan preparando mucho tiempo y de que un día actuarán. Una conjura. Y vencerán, claro, porque son más jóvenes y más fuertes. Y además, porque les asiste la razón. Hacen bien en mirarnos de ese modo, con recelo, con melancolía, hasta con rencor. Lo tenemos merecido; así tendríamos que mirarnos nosotros cada mañana en el espejo; mirarnos con calma, con los ojos fijos y decir: “Eres un maldito hijo de puta”. Los niños son nuestros espejos. No es posible esquivarlos, huir de ellos, darles la espalda. Con la mirada de un bebé, con una mirada así, Cortázar escribiría un cuento inolvidable; yo me limito a dejar constancia de lo que está sucediendo de forma solapada en nuestra sociedad, en nuestro universo. Esa mirada revanchista no atesora nada bueno, seguro. Trataré de evitar esos ojos fijos, esos ojos de inocencia dubitativa, esos ojos justos y fríos que parecen decir: “La que te espera, desgraciado”. La infancia ya no es una felicidad o una patria: es una trinchera. El día en que den el paso al frente, la cagamos. Tengo miedo.