Uno, que ya no cree en nada y menos todavía en la patria, en las fronteras, ama esta ciudad con desesperanza o la desama en sus zonas marginales, donde nadie emplazó estatuas ni propuso inauguraciones con sonido de gaitas adherido. Ama las orillas de un río que sobrevuelan las grullas, los cormoranes, los patos y las gaviotas; ama el barrio chino que se descompone y en el que a las puertas de los burdeles se reúnen mujeres que parecen personajes de una novela de mediados del siglo XX; ama, cerca de la Trinidad, Canella Cega, sus escasos veinte metros de callejón que nos llevan a otra ciudad similar a ciertas callejuelas de Village St Paul parisino.
Uno, que ya no cree en nada, ama por encima de todo el caos y esta ciudad es caótica, extrañamente caótica, como un cuadro de alguno de sus excelentes pintores, como un capítulo de A esmorga, como un laberinto diseñado por alguno de sus alcohólicos habitantes que urden una realidad distinta, acaso más turbia pero mucho más viva que la que recogen las crónicas de la prensa local.
Todo está cambiando de forma apresurada y mal que les pese a muchos vamos camino de un porvenir en el que los marroquíes y los rumanos y los gitanos y los caboverdianos serán los personajes de las novelas que en el futuro escriban los autores que aún no nacieron. No está mal. Después de todo, nuestros antepasados también fueron unos intrusos. Uno ama los barrios y la periferia porque el centro es lo que envejece más deprisa, con menor dignidad: la modernidad pasa de moda antes que lo antiguo. Es decir, prefiero atravesar el puente Romano que el del Milenio, qué le voy a hacer. El primero me invita a pasear, el segundo, a cruzarlo apresuradamente y dejarlo atrás cuanto antes. Nadie inauguró el Romano con son de gaitas, alabado sea el dios en el que tampoco creo.
Lo mejor es acercarse a san Francisco y entablar diálogo con los muertos que conservan lo más duradero de nuestra memoria. Después, dejarse caer por cualquier tasca y escuchar cómo hablan los parroquianos y se exaltan los escultores, los pintores, los poetas, los novelistas: cualquier cosa antes que la murga de los políticos. La vida transcurre entre silencios y susurros y los políticos son proclives a la vocinglería y la solemnidad: su voz no es cierta sino impostada. Se ama esta ciudad si se ama el caos. A veces pienso que es un barco que encalló en esta orilla del Miño y ahí está, varado, mientras le crece el musgo y se adhiere la rémora y las algas cubren la quilla y mira permanentemente y con nostalgia un mar tan lejano como imposible.
En el fondo, no sé si amo esta ciudad; nunca me paré a pensar en ello. La soporto como ella a mí. Sin embargo, sin ella yo sería otro; sin mí, ella, seguiría siendo la misma. Siempre me gana, la muy puta. Ourense, enero 2006