Para Antonio Meilán, mindoniense.
El viajero, después de algunos días de recorrido por Galicia, entra en Mondoñedo. Como casi siempre, independientemente de la estación del año, la ciudad está gris y en el aire hay una suspensión de gotas imperceptibles que contradicen la rotundidad de un mes de mayo soleado que, con las lluvias precedentes, muestra el esplendor de los alrededores y otorgan a Mondoñedo la categoría fantasmal de una vieja película o de una ficción. El viajero, que no ha leído a Cunqueiro, está en Mondoñedo pero no sabe que está en Mondoñedo o, más bien, no sabe dónde se ha metido. Cualquier lector de don Álvaro sabe que cuando arriba a Mondoñedo accede a otro mundo, a una especie de libro descatalogado donde todo puede suceder. El inocente viajero se sienta en la terraza de un bar y mira a su alrededor: mira y ve el cantón y la catedral, la estatua de un escritor que observa desde la plaza el monte de Silva, las callejas que divergen desde el centro urbano, los habitantes de la ciudad que transitan con una tranquilidad que ya apenas uno puede apreciar en el resto de las ciudades gallegas. Si se detuviese a escuchar, oiría el viento y el chorro de Fonte Vella, el alboroto del caudal del Masma, el aleteo de los murciélagos en las cuevas do Rei Cintolo, el agua que discurre por el barrio de Los Molinos y con un poco de imaginación, escucharía el tecleo de la máquina de escribir de Cunqueiro pergeñando algún artículo, algún poema, algún cuento en el chiscón frente a la arquitectura catedralicia. Pero al viajero le urge la sed y cuando la camarera sale a preguntar qué desea, pide una cerveza y mientras aguarda enciende un cigarrillo. Aunque no haya leído a don Álvaro, al caminante le da la impresión de que acaba de acceder a otra época, a un viejo diccionario, al anal de un siglo remoto. Los montes de los alrededores se encienden de verdes esplendorosos, de brillantes amarillos. De repente, como si llegase desde muy lejos, como si el eco viniese arrastrado desde otro país o desde otro tiempo, el que saborea la cerveza ve pasar muy lentamente, apoyado en un enorme bastón que parece un báculo, a una persona de edad avanzada que camina con lentitud de quelonio y va vestido con un hábito talar azul salpicado de minúsculas estrellas y lunas en distintas fases y que adorna la cabeza con un capirote que tiene los mismos símbolos que el faldón. El extraño avanza mirando al suelo, como si el tiempo hubiese abatido definitivamente la arrogancia de una edad en la que caminaba erguido, con altivez, con la certeza de ser alguien importante y el viajero tiene esa misma impresión: que aquel personaje debió de ser alguien singular y que una vez perdida esa singularidad, se ha convertido en una sombra fantasmal y errabunda. Sin embargo, otras dudas asaltan al viajero: ¿No será un loco? ¿Dónde demonios me he metido yo? Bebe tranquilamente su cerveza y observa al extravagante que poco a poco se pierde al doblar la esquina de una calle que probablemente conduzca -piensa el viajero- a un ayer oscuro y remoto. Cuando termina la consumición, el viajero le hace un gesto a la camarera que sale a cobrar y aprovecha para preguntarle a la mujer si ha visto pasar a un hombre disfrazado de brujo. Ella asiente sin darle mayor trascendencia a la fugaz aparición; el viajero insiste y quiere saber quién es el personaje. La mujer responde que el mago Merlín y el viajero, que no leyó a don Álvaro, sí conoce algo de la saga artúrica y le comenta a la camarera que el mago Merlín vivía en otros países. Era inglés, llega a decirle el viajero. Y la mujer se limita a responder que ela descoñece se o mago Merlín é inglés ou de onde queira que sexa pero que o que ven de pasar por diante do bar, é o mago Merlín que leva toda a vida en Mondoñedo. Y entra al establecimiento. El viajero mueve la cabeza y empieza considerar que no sólo el mago Merlín sino todos los habitantes de Mondoñedo están locos. Siente la perenne humedad de la ciudad donde escribía Cunqueiro, el murmullo del río Masma, el aleteo de los murciélagos en las cuevas do Rei Cintolo, el sonido de las campanas de la catedral, el perfume del monte de Silva y, sorprendido, percibe el ligerísimo roce de la página de un libro que acaba de voltear alguien en algún lugar y, sin saberlo, el viajero ha pasado a ser un personaje de Álvaro Cunqueiro, ese escritor al que no ha leído y de cuyo imaginario ya forma parte, como el mago Merlín, la Fonte Vella, los Molinos, el puente del Pasatempo, la cabeza de Pardo de Cela que rebota en las lajas del cantón y la misma ciudad de Mondoñedo que dejará de existir, como ya se dijo, el día en el que en el mundo nadie abra un libro de Álvaro Cunqueiro. El viajero se levanta y se va camino del coche pero su sombra inexistente sigue los pasos del mago Merlín, hacia otro tiempo, hacia otro destino.