Ojeaba yo el manual “Aprende a sacar partido de tu melena” cuando la enfermera, con voz nasal y entonación de telefonista de estación, pronunció mi nombre. Una vez que hubo desmembrado mi apellido despojándolo del guión y mutilado el segundo componente, me di por aludido y me levanté de aquella tortura de silla después de media hora larga de espera. Tenía el culo cuadrado y cita con el siquiatra. Y es que últimamente estaba muy mal. Mal de salud, mal de los nervios, mal de la cabeza, de un poco más abajo y mal de dinero. En casa ya me habían dicho que aquello no se me arreglaba con acudir al siquiatra, ni al sicólogo, ni al curandero. Ni siquiera acudiendo a la virgen de Lourdes ni a la de los Desamparados. Lo mío, según habladurías familiares, tenía difícil solución. Mi caballo me aflige, me consume, me tortura. Disculpe usted la expresión pero así, en confianza, me tiene hasta los güevos. No se prive, me dijo. Expláyese y cuénteme. Verá; esto viene de muy atrás, desde que yo era un idealista y cuando aún tenía pelo. En la cabeza. Yo, era un romántico, un soñador, un poco cretino y bastante gilipollas. Conocí al que hoy es mi caballo en una situación que no hace al caso pero el tiempo, que como ya he escrito más de una vez (y escribiré alguna más), el tiempo, que todo lo puede y todo lo cambia, me puso en mi lugar. Y mi lugar no tengo ni puta idea de cuál es. Fíjese. Por eso recurro a usted como último recurso, valga la redundancia si es que la hay, porque la medicina tradicional no puede conmigo ni yo con ella porque con los recortes del gobierno, de esta mierda de gobierno y otros más allá, con los recortes en cuestiones de sanidad, me resulta harto difícil acceder a todas las pócimas que me receta mi médico de familia, un superviviente oiga, el veterinario de mi caballo, mi farmacéutico por la patilla y mi tabernero. Y aprovechando la coyuntura y que estoy muy para allá ¿podría cagarme en el gobierno con la venia? Cáguese, cáguese usted con la venia o sin ella que para eso ha venido, para dar rienda suelta a todos los pormenores que le oprimen el pensamiento. Pues me cago en el gobierno, en el presente, en los pasados, en los futuros y hasta en sus más ocultos pensamientos. Y volviendo al tema, lo curioso, mire usted, es que mi caballo se niega a ser consultado por un veterinario como sería lo propio. Pero no; que a mí no me consulta un tío que insemina vacas o que le corta las pelotas a los cerdos. Que a mí no me consulta un tío que resucita pollos o que consigue que dos gatos adopten a un hámster como legítimo heredero. Yo quiero un médico como cualquier hijo de vecino. Que todavía hay clases. Y mientras yo largaba, el siquiatra tomaba notas. Y anotó. Y yo le conté. Y él no decía nada. Sólo escribía. Y escribía mientras yo le contaba. Y no salgo de aquí porque estoy afligido. ¿Siente algún dolor? me preguntó después de un rato tomando notas. Le dije que no. Que únicamente me dolía el alma y un poco los glúteos. Levantó las cejas de la libreta y me interrogó con la mirada. Es de montar, le expliqué. Volvió a su libreta y traspasó una pierna hacia la otra. Desde cuándo habla usted con un caballo. Antes de responder, maticé que no era un, sino, mi. Calló. Tomó notas y no dijo nada hasta unos minutos después. Desde cuándo habla usted con su caballo. No sabría decirle. Fue algo espontáneo, como la combustión o la tos irritativa. Incluso, como un pedo matutino que se cae sin querer. Como la risa tonta o los bostezos de nochevieja. Sentimiento de propiedad irresoluto, irreconocible e irredento, me atacó. Enarqué, aparte de las cejas, todo lo que podía enarcar. Su perspectiva de la posesión es enfermiza, empastada y encantadora al mismo tiempo, porque lo mismo que le digo una cosa le digo la otra. A veces, continuó completamente abstraído, nos empeñamos, porfiamos, nos empecinamos, nos afanamos, ansiamos, anhelamos, ambicionamos, pignoramos, nos obstinamos en concebir, construir, edificar, levantar, en erigir un mundo irreal entorno a las necesidades que más nos acucian, nos apremian, nos urgen, que más nos excitan, estimulan o espolean. ¿Espolea usted a su caballo? Hasta en el paladar, le dije. Sepa usted, continuó, que los valores humanos a veces son irreversibles e irreconciliables con las especies adyacentes. No me diga más, respondí. No tengo ni idea de lo que quiere decir pero, repetí, no me diga más. Gloria mundi. Sic transit gloria mundi, sentenció. Y a continuación sollozó convulso entre hipos, mocos contenidos y vocales circunscritas amén de algunas consonantes anacaradas y por momentos recidivas. Me absorbe mi perro. Después de unos angustiosos segundos en los que me vi obligado a echarle una mano por el hombro y la otra por el antebrazo, lo dejé que se distendiera después de ofrecerle un clínex de su propio economato. Se lo digo en serio, volvió a la carga una vez distendido. Lo encontré en la calle y en más de una ocasión su permanencia me constriñe. Cómo se llama su caballo, me preguntó. Le dije que caballo, a secas. Pues mi perro se llama Vainillo. Vainillo de vaina o de vainilla, pregunté sin la menor de las intenciones. Sólo por circunscribir y acotar. Y volvió a sollozar como si nunca lo hubiese hecho. Volví a calmarlo pasándole la mano por la espalda no sin cierta reticencia porque aquello de alisarle el lomo a un tío me ponía bastante nervioso. Ya pasó, procuraba consolarlo yo con tono aterciopelado pero sin dar pie a cualquier mal entendido. Venga, hala, ya pasó. Ya pasó. Ea. No sea usted chiquillo. Hombre de dios, ¿a estas alturas? Qué le quiere, se recompuso limpiándose los mocos con el dorso de la mano y parte del puño de la camisa. Lo ayudé a sentarse en el diván, cogí la libreta de notas y me dispuse a escucharlo. Cuénteme. Verá, me dijo: hablo con mi perro. Lo sé, confirmé. Me lo han dicho. ¿Se lo han dicho? Sí. Me lo han dicho en el bar, en la frutería, en el Ayuntamiento y en la Judería del Toledo sefarad. No puede ser, exclamó incrédulo. Puede, respondí conciliador. Se lo digo yo. No le de importancia. Lo de decir es una cosa y lo de hacer caso, otra. Siga contándome. Pues le decía que hablo con mi perro. Pero eso no es lo raro. Lo raro es que él no me contesta. Y es que yo lo quiero. ¿Lo conoce usted? Me encogí de hombros y seguí tomando notas. Vainillo es pequeño, continuó, peludo, suave; tan blanco por fuera que se diría todo de almidón. Y cada vez que lo deja suelto, interrumpí para meter cuña, se va al prado y acaricia tibiamente con su hocico, rozándolas apenas, las florecillas rosas, celestes y gualdas. Cómo lo sabe, preguntó sorprendido. Intuición, le dije ambarino. Intuición. Pero continúe. Pues verá; cuando lo llamo dulcemente ¡Vainillo!, viene a mí con un trotecillo alegre que parece que se ríe en no sé qué cascabeleo ideal. Una pregunta, volví a interrumpir: ¿come todo cuanto usted le da o por el contrario se disipa en una inapetencia deslucida? Bueno… todo todo… Retomé mi turno de réplica y le dije que a buen seguro le gustaban las naranjas mandarinas, las uvas moscateles, todas de ámbar y los higos morados con su cristalina gota de miel. Volvió a sorprenderse. Lo ve, respondió con la mirada trashumante: si hasta usted se ha dado cuenta desde el primer instante. Recolocó las gafas que le habían quedado un poco torcidas desde el último sollozo, alisó las perneras del pantalón y se arrellanó con total concomitancia. De vez en cuando toca palmas, prosiguió. ¿Cómo dice? Es que es de Málaga. Mi perro es de Málaga, del barrio de El Palo, aunque yo creo que se crió en Las Chapas. También lo he sorprendido al compás de los nudillos sobre la mesa entonando ariquitaun taun taun, ariquitaun. Le dije que no encontraba nada de malo en que fuese un perro andaluz, que ya lo decía Buñuel y que tampoco había nada raro que de vez en cuando entonase un ariquitaun. Tenga en cuenta, continué, que la tierra tira. Sí, dijo al borde del sollozo, pero tanto tanto… Continuamente me pide boquerones en vinagre, ajoblanco y gambas a la plancha. Rabo de toro a la rondeña, morcillas y bienmesabe. Y yo, y yo (aquí ya solloza de nuevo con grandes dosis de lágrimas, mocos e hipos en pizzicato) no puedo complacerlo. Cálmese hombre, cálmese. Dígame dónde encuentro yo aquí rabo de toro a la rondeña. Dígamelo. Le hice un gesto con la mano en rotación para que continuase porque no sabía qué contestarle pero no coló. Dígamelo, insistió. Tiré de memoria rápidamente y la puse a trabajar con la esperanza de que encontrase algún local donde sirviesen rabo de toro. Mi memoria por su cuenta recordó el local de Manolita Verdesbragas a la que yo una vez había tenido la osadía de pedirle que me las enseñase. Y para mi sorpresa me las enseñó. Y las llevaba verdes, translúcidas y la pelambre de las ingles en caracol. Manolita por dios, le dije sin apartar los ojos de aquella protuberancia en medio de las piernas y en el centro del nalgar. Me preguntó si me gustaba lo que veía. Le dije, que en honor a la verdad, con el clavicordio templado, que sí. Lo sabía, respondió. Os pasa a todos. Supuse que yo no era el primero, ni sería el último, en poder contemplar aquella maravilla que verde palmar cantaba feliz y un día dejó de cantar, dejó de reír y un guatemalo que estaba en un cafetal ansioso le preguntó: ¿quién te hace pelar? En realidad la canción dice quién te hace penar, pero yo, pícaro de mí, cambié una ene por una ele esperando alguna guarrada o algo así. No hubo guarrada alguna a mi pesar. Manolita bajó la falda, ocultó las bragas verdes y desapareció en la cocina, rabo de toro enhiesto y la mano derecha presta para comenzar a pelar. ¿Y dice usted que le gusta el rabo de toro? Créame: como al que más. ¿Y no le valen unas tiras de ventresca de atún o unas rabas de calamar? Dudó un instante antes de responder. Le gustan algo, creo, los espetos de sardinas y el salmorejo sin pizca de sal. Vamos a lo nuestro, arremetí. Dejémonos de naderías y de cosas del yantar. Tiene usted razón, asintió. Dejémonos. Y yo le dije que sí. Y él me dijo que también. Vayamos pues. Vayamos. Una diatriba, me dijo a bote pronto. Vayamos es del verbo ir o simplemente de vayar. Pues me pone usted en un circunloquio. Lo cierto es que no sabría qué responderle. En cualquier caso, vayamos por si acaso. Después de no poco silencio me espetó: ¿qué hago? Y yo qué sé, respondí con total sinceridad. Pues si no lo sabe usted… Tenga en cuenta que el siquiatra es usted, me disculpé. Pero hombre, me dijo encogiendo un hombro, ya que está usted con la libreta y yo en el diván… No me cambie de conversación, you look good to me, pretexté. No le cambio, no le cambio. Quisiera retomar el hilo, me dijo con cara de hule, pero el caso es que…me he perdido. Disculpe pero he perdido la loción del tiempo. Me hablaba de Vainillo, lo situé. Es cierto. El muy perro. Y sin venir a cuento de nada me dijo que una vez, en uno de sus paseos vespertinos por El Posín del Jardío, había conocido a uno que le había confesado que estaba loco del celebro de la cabeza y que a pesar de que en el manicomio habían organizado unos juegos florales, había decidido por sí mismo no participar dado su avanzado estado de descomposición. Yo, me encogí de hombros dándole a entender que a mí qué pero no debió darse por enterado porque continuó contándome que aquel individuo también le había confidenciado que estaba tan mal de lo suyo que el médico, uno del manicomio, había decidido operarlo de los nervios. No crea que esto que le cuento no viene a cuento, continuó, pero creo que a mí me está pasando lo mismo. No hago usted caso, procuré tranquilizarlo. Una cosa es lo que cuentan y otra, lo que dicen. Tiene usted razón, aseveró. Yo callé sabiendo que ninguno de los dos la tenía pero tenía que consumir los sesenta minutos asignados a cada consulta así que seguí haciendo que tomaba notas, le dije que la minuta era lo de siempre y lo cité para la semana siguiente.
Y a la semana siguiente volvimos, el y yo, cada uno por su cuenta y a punto estuvimos de sentarnos los dos en el diván pero al final, después de un pequeño tira y afloja, acordamos que él se tumbaría y yo seguiría tomando notas como en la sesión anterior y más que nada por no cambiar de letra. Me hablaba usted de su perro, comencé. Perdone pero ese tema pertenece al ámbito de mi vida privada, respondió con cierta hosquedad. Pues si quiere que le diga, le dije restándole importancia a la aspereza, yo ni siquiera tengo ámbito. Eso mismo decía el médico de Buño, respondió. No tuve el honor, dije con cara de mortaja. Sí hombre, aquel que cantaba lo de volare oh oh, cantare oh oh oh oh. ¿No se acuerda? Me acuerdo de lo de volare oh oh nel blu dipinto de blu pero creo que no era del médico de Buño sino de Doménico Moduño. Cómo le gusta fastidiar y poner peros a todo, se lamentó en un tono hipocorístico y en nada coincidente con la realidad. Está bien, transigí. Qué le parece, amenacé conciliador, qué le parece si le doy la réplica. Démela démela. Haga el favor. Pues yo le diría que con un sorbito de champán brindando por el nuevo amor, la suave luz de aquel rincón hizo latir mi corazón. ¿…? Y entonces fue cuando te besé y de tu mirar yo me enamoré. Vaya a tomar por culo, me dijo algo molesto. De acuerdo, me disculpé. Me hablaba usted de su perro y que el tema pertenecía al ámbito de su vida privada. ¿No le aburre hacer tantas preguntas? preguntó. El siquiatra es usted, levanté las cejas. Y me dijo que estaba hasta las mollejas de aquel trabajo suyo en el que no hacía más que escuchar a pirados. Le recordé que ese era su trabajo. Irritado, me contestó de mala manera que no volviese a llevarle la contraria o que era capaz de entrar en parada cardiorrespiratoria. Me contó que hacía unos días, no recordaba cuántos y que tampoco era cosa mía, le había llegado un personaje con cara de miñoca y que urgentemente tenía que atenderlo porque estaba a punto de componer una canción. Le dije, con delicadeza, que aquello no era malo, que yo una vez había compuesto una pero que la letra era tan mala que en vez de una canción me había salido un real decreto. Continuó relatándome que para calmar la agitación inicial de aquel individuo le aconsejó que en lugar de una canción entonase una oración, que en esos casos aunque no curaba reconfortaba mucho, y que cada ocho horas se tomase un paracetamol disuelto en agua o en zumo de fruta. Pero resultó que el miñocas aquel era de poca misa y menos rezo y terminó por cagarse en la virgen del rosario y ofreciéndole unas hostias. Ya ve doctor, concluyó mirándose los zapatos, cómo son estos pirados. Yo me encogí de hombros, hice que escribía y le recomendé que la próxima vez le hiciese una autopsia sin anestesia para que aprendiese que la privación del juicio no estaba reñida con la educación. Entonces…continuamos o qué, apremió. Asentí con un gesto de la mano y otro de la cabeza por si acaso. Me absorbe mi perro y encima tengo que sacarlo a pasear. Le dije que lo sabía pero que el tiempo se había acabado, que dejase el dinero en el mueble de la entrada y que volviese el jueves a la misma hora. Chascó la lengua para que me diese cuenta del fastidio y me preguntó si no podía ser el martes. Le dije que no, que los martes quedaba con mi caballo.