Leopoldo Losada descubrió que los libros mentían. Incluso, antes de ser escritos. Había llegado a aquella conclusión después de demasiados años y demasiados libros, unos leídos, otros embuchados y algunos apenas hilvanados. El piso de apenas sesenta metros cuadrados cedido en usufructo por un tío mariquita de su madre, había dicho basta a punto de reventar incapaz de admitir un solo volumen más. Desde los cuatro años en que le habían regalado el primer libro, Leopoldo Losada no había dejado de comprarlos como un poseso. Primero, con la paga de los domingos; después, con las extras de cumpleaños, ratoncito Pérez, Reyes Magos, San Leopoldo Mandic de Casltelnovo, Beato Leopoldo de Alpandeire también y primera polución nocturna sin manos y sin mirar. ¡Joder, por qué en todas las familias tiene que haber un maricón! Después de la hostia de rigor y a estas alturas de bigote consolidado debajo de la nariz y en el tallo del nardo, lo cierto era que su sueldo de oficinista en una fábrica de tejas y ladrillos apenas le daba para cubrir las necesidades del mes pero al final, terminaba consiguiendo reservar algo de dinero para comprar aunque fuese uno. Es cierto que muchas veces se había arrepentido de haber adquirido algunos ejemplares al tuntún y que habían resultado un fiasco pero también era cierto que la mayoría de las veces, casi siempre, su lectura le había proporcionado buenos ratos y no pocos quebraderos de cabeza intentando digerir aquellos aluviones de sensaciones y sentimientos. Libros en los muebles de la cocina en el sitio de los cartones de leche, libros en la sala de estar, libros en las estanterías del pasillo encargadas adrede, debajo de la cama más libros aunque se llenasen de polvo. En el altillo del armario empotrado del dormitorio, más libros, una colección de clases de inglés por fascículos y otra de suplementos dominicales. Y la señora de la limpieza dos horas a la semana, de los libros no me encargo aunque se me ponga de rodillas, lo crucificaba con la mirada cada vez que entraba en aquel piso y echaba pestes mientras pasaba el plumero por los pocos resquicios que permanecían sin colonizar. Incluso había conseguido almacenar algunos ejemplares en las cajas de las persianas y otros detrás de las cortinas formando montoncitos regulares de 20 x 20 para que no sobresaliesen demasiado. Y la casa de Leopoldo Losada olía a papel arranciado, y a tinta de imprenta desvaída, y a naftalina, y a muchedumbre encuadernada, y a repertorio de cartoné, y a versos olvidados, y a suspiros contenidos, y a historias de caballería y amores a bocados. Y el propio Losada, con el paso del tiempo, había absorbido el aroma de sus libros y era él mismo el que desprendía un inconfundible aroma a bolitas de alcanfor, a tinta revenida, a hilo de encuadernador, a resmas encoladas. Alguien contó que una vez, un domingo de tedio y lluvia como un diluvio, a falta de algo mejor que leer, Leopoldo Losada rescató de la estantería de los libros olvidados, tres volúmenes como tres tomos del Diccionario manual e ilustrado de la lengua española, cuarta edición revisada y ampliada. Treinta y siete días con sus correspondientes noches se pasó leyendo una a una las tres mil catorce páginas sin un solo apunte ni una triste nota, sólo con los ojos y las pestañas. Después de aquello, Leopoldo Losada entró en trance durante una temporada de tranquimacines y lexatines a granel, pizzicato jazz y canutos de colores, de la que pudo salir una tarde de primavera estimulado por el aroma de las acacias y los silbidos de los mirlos. Años más tarde, volvieron a contarme que Leopoldo Losada había dejado de leer porque, quiso creer, que los libros mentían. Lo había descubierto una vez en uno, no recordaba el título, después de tantos leídos, disimulado al final de la página, casi oculto, como de contrabando, y allí lo ponía bien claro, lo sabía, la única verdad, joder si lo sabía cabrones: “ Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia”.