Me lo dijo a bocajarro: no te soporto. Abrí los ojos sin mesura fingiendo sorpresa y giré la cara para que no viese mi gesto satisfecho. Llevaba meses esperando una frase como esa. O al menos parecida pero que viniese a significar lo mismo: no te aguanto, estoy harta, se acabó… Cosas así que a uno le llegan al corazón menos en mi caso porque debo reconocer que tengo el corazón en los zapatos. Es cierto. Nunca he sido un tipo demasiado dado a eso que llaman… romanticismo, o amor, dime que me quieres o zarandajas de esas. Yo…desde siempre…he ido a lo mío. De frente. Sin tapujos ni rodeos. Tampoco soy un tipo fácil. Me cabrea muchísimo la gente que siempre va con una sonrisa colgada de la jeta como si la vida fuese una coña (a pesar de serlo). Lo digo en serio. Recuerdo aquel gilipollas de no sé donde con el que tuve la mala baba de compartir trullo en Monterroso. Una tarde de patio se me ocurrió hacer un crucigrama y como era al que tenía más cerca, se lo pregunté: palabra de cinco letras que significa gañán. El tío se partió la caja de la risa. Gañán, gañán, repetía a carcajadas. Sí, coño, gañán. ¿Qué pasa? ¿Te hace gracia? El muy mamarracho me dijo: gañán tururú, gañán eres tú. Le clavé el lápiz en el carrillo de la izquierda. No sé cuanto tiempo me tuvieron castigado. No recuerdo cuántos días pasaron hasta que fueron a buscarme para una consulta con el sicólogo. Por el pasillo camino de la consulta, el funcionario de turno me lo dijo con un guiño: tienes suerte Benítez. Te ha tocado la sicóloga. Era cierto. Había tenido suerte. Allí estaba ella. No más de treinta, calculé. Luego me enteré que era de Vigo y que había llegado a Monterroso después de comprar una plaza por oposición. ¿Por qué lo hizo Benítez? Estuve a punto de decirle que porque me había salido de los cojones pero al final le dije la verdad: porque dijo tururú y a mí esas tonterías me revientan. Mientras me echaba la charla, joder qué tetas, yo la desnudaba con los ojos porque de otra manera no podía. Analízame, analízame, pensaba yo, que a ti sí que te analizaba yo con la punta del clavicordio que por otra parte no sé qué coño es un clavicordio pero, suena guarro. Ella, toda digna, muy mona, joder qué tetas oliendo a perfume, que a mí me recordaba a puticlub de carretera, me sermoneó durante casi una hora. Yo ya había puesto la mente en blanco desde que salí de la celda así que toda aquella verborrea me la traía al pairo. A los pocos días, vamos Benítez, más de lo mismo. Y así durante una buena temporada. A fuerza de análisis y sicoanálisis, acabé cogiéndole el tranquillo a los interrogatorios de aquella monada hasta el punto de que estaba deseando que llegase el día de la sesión. Y aquel día decidí comportarme como un hombre. Casi terminando los sesenta minutos correspondientes a cada sesión, se lo solté: tengo que confesarle una cosa. Dígame Benítez. Sin miedo. Dígame qué le preocupa. Estoy enamorado de usted, mentí. Quedó callada. Levantó los ojos de los papeles una vez y a la segunda, me dijo en voz baja: yo también. Hostia. Se me estremeció el badajo. Al principio creí que me vacilaba y a punto estuve de clavarle el bolígrafo en un ojo pero luego…hostias va en serio. La has cagado Benítez. Mira que eres bocas. ¿Y ahora? Cualquiera se desdice y se echa atrás. Seguro que me manda dar descargas eléctricas en las pelotas ahora que las tengo afeitadas. Había que seguir. No es que me costase demasiado porque la chica era un bellezón pero, aquello de que oliese a puticlub de carretera… me recordaba a Liliana a la que había conocido en un local de La Manchica. No digo que no fuese buena tía en lo suyo pero me olía a jarabe para la tos y a mí no…Terminé por no volver. Me cansé de decírselo: mira que me hueles a jarabe para la tos. Mira que me recuerdas a la farmacia de mi pueblo. Ella se reía. No sé si es que no me entendía porque era rusa o me estaba vacilando. Un día a punto estuve de coger el pincho de plástico que ponen para agitar el gin-tonic y clavárselo en un ojo pero al final, me fui sin más y ya no volví. Volviendo a lo de la sicóloga, cuando ya tuve más confianza después de unas cuantas sesiones más, le pedí por favor que si podía cambiar de perfume. ¿No te gusta? Me costó carísimo. Le dije que era alérgico a algunos perfumes y a los meados de gato y que podían darme espasmos y convulsiones. Incluso erecciones hasta la osteoporosis. ¿Y cuál te parece que me ponga? A mí me va muy bien Varón Dandy, le dije. Si quieres te lo consigo en el economato, me ofrecí. Muchos meses después, gracias a los informes de la sicóloga, me soltaron una mañana de invierno. Me había dado las señas de su casa y me había dejado las llaves dentro de un sobre a mi nombre en la cafetería de al lado. Saqué mis cuatro cosas de la bolsa de deportes y me instalé como si llevase viviendo allí toda la vida y regresase de unas largas vacaciones. La sicóloga, estaba claro, se había empeñado en redimirme a pesar de mí. Me apuntó a unas clases de inglés, a otras de buenas maneras y urbanidad y por si esto no fuese suficiente tortura, a otras de dicción y escritura. En más de una ocasión estuve apunto de gritarle que yo…era un tipo más bien perdulario, canalla, carne de presidio, mala gente y que me parecía una pérdida de tiempo toda aquella atención por su parte. Que con un plato de comida y unos cuantos euros al día para tabaco y un par de cañas, me llegaba. Pero no: tienes que reinsertarte, me recriminaba circunspecta, tienes que ser un hombre de provecho, útil a la sociedad… Y a mí, la sociedad, esta mierda de sociedad, me importaba tres pares de cojones. Pero por la causa, la mía, aprendí a leer con cierto raciocinio, y a escribir, no sé si bien o mal, simplemente como lo estoy haciendo. Hasta que llegó un momento en que me harté de tanta estupidez, seis meses más o menos después. Dejé de ir a clases de inglés y de esto y de lo otro. No tiró la toalla no. Insistió e insistió. Pero yo era incapaz. Se lo dije: no pierdas el tiempo conmigo. No te merezco. Sigue tu camino y olvida que me has conocido. No me hizo caso. Como buen cabrón que soy comencé a hacerle la vida imposible: cuando no aparecía en tres días le dejaba un pufo de narices en el bar de al lado y cuando no, la llamaba a las cinco de la madrugada, soy yo, desde una timba de póker para que viniese a rescatarme con tres mil euros porque aquellos tipos habían jurado por sus muertos que me partían las piernas. Un día se despertó antes de costumbre. Me descubrió en la habitación de al lado con una pajarita que por unas cuantas palabras bonitas y doscientos euros me había traído del Lady Night. Me lo dijo a bocajarro después de comer: no te soporto. Abrí los ojos sin mesura fingiendo sorpresa y giré la cara para que no viese mi gesto satisfecho. Le estampé un beso en los morros y me fui con mis cuatro cosas en la bolsa de deportes. Ya en la calle, me dirigí a la comisaría del distrito y sin mediar palabra, le clavé un bolígrafo en un ojo al madero de la puerta. Mientras me tomaban declaración ¿por qué lo hizo Benítez? Lo confesé: lo hice porque…me encanta que mi recuerdo permanezca clavado en la retina. El comisario con un gesto rápido retiró de un manotazo el portalápices de la mesa, apagó la luz del despacho y después de una firma y un puñetazo en la boca del estómago mirando al techo me envió a Monterroso. Al día siguiente, un funcionario vino a buscarme a la celda: tienes suerte Benítez, me susurró al oído retorciéndome las pelotas; te ha tocado la sicóloga.