Y una vez que hubo desmenuzado los miramientos, atacó sin el menor pudor aquel flan de docena y media de güevos que Felisa había depositado sobre la mesa. Era raro, muy raro, que en la pensión se diesen aquella clase de dispendios. Excepto una vez que recordase Gerardo. Había pasado año y medio desde que llegase de Zamora para abrir zanjas y hacer tendidos de líneas de alta tensión. Alguien, por mediación del encargado de la obra y este a su vez, le había dicho que en aquella pensión el trato era muy familiar y que la patrona, de vez en cuando, era amiga de hacer favores. Esto último no le había preocupado creyendo que se trataba de una broma pero el mismo día de su llegada pudo comprobar que se trataba de una broma, pero pesada. Y es que la patrona, a ojo, debía dar en la báscula tres quintales sin la casquería (incluidos los bofes ) y por si eso fuese poco, gustaba adornarse con toda clase de abalorios, joyas, algunas medio buenas y otras de pacotilla, vestidos floreados y estampados estridentes; de vez en cuando alguna peineta en el moño, algunos collares estrafalarios y demasiados pendientes exagerados. Era cierto lo del trato familiar. Demasiado familiar pero sólo con él y con otro huésped al que apenas veía pero que se lo había contado en un momento confianzudo. Le venía muy bien, le dijo Amadeo. No podía permitirse marchar a otro sitio porque no le alcanzaría el dinero, ni la patrona, seguro, haría la vista gorda cuando algún mes se retrasaba en el pago. Después de algún que otro achuchón al descuido, estaba lo de los domingos. A la pregunta de qué pasaba los domingos le explicó que a cambio de acompañarla a la parroquia a misa de doce, lo invitaba al vermut a la salida y una empanadilla de carne y pimiento que hacían muy buenas en el Solana justas de cebolla con tropezones de jamón y güevo duro. También le contó que llevaba cinco años preparando oposiciones para madero pero que un día por otro y una convocatoria tras otra, se inclinaba siempre por posponerlo a la vista de la vida cómoda que llevaba. Por las noches, solía trabajar en una discoteca recogiendo las copas vacías y después dándole al lavavajillas. Que era un trabajo que no lo mataba y como le pagaban en negro, tampoco le suponía mayor problema. Así que, o esto o volver al pueblo a partir el lomo para sacar cuatro duros en limpio y una artrosis precoz. Y lo que no le contó, pero que luego supo por otro de los huéspedes, es que en aquella ocasión recién llegado, aquella tarta de chocolate que lució sobre la mesa un domingo de mayo, venga que hoy hay que celebrarlo, se debió al estado de gracia de la patrona en el que el aspirante a madero había tenido mucho que ver durante la siesta del día anterior.
Pero a Gerardo Carretero aquellos chismes le parecían cosas de otros tiempos y que a él no le importaban lo más mínimo. Lo único que le preocupaba era cumplir en su trabajo, hacerlo lo mejor posible aunque para ello tuviese que dejarse los riñones y el pellejo por el camino y después de aquel contrato buscar otro y otro más hasta no le importaba dónde. Y es que Gerardo Carretero había decidido redimirse a golpe de pico y pala como una penitencia autoimpuesta por los tiempos pasados. Después de enamorarse perdidamente de Lucita y después de que alguien lo avisase de que tenía la testa coronada desde hacía tiempo y sin que él lo supiese, de la noche a la mañana había quedado discapacitado para las cosas del amor. Una vez que le hubo partido las piernas al hijo de la farmacéutica y después de decirle a Lucita unas cuantas barbaridades sin la menor sutileza, empaquetó la maquinilla de afeitar, cuatro camisas, desechó el cepillo de dientes porque no lo usaba desde la primera comunión, tres pantalones, algo de ropa interior aunque tampoco demasiada porque tampoco usaba, retiró las calderillas que tenía en el banco porque el resto lo había metido en participaciones preferentes y se fue a Madrid. En el pueblo le habían dicho que de Madrid al cielo pero a los cuatro días de deambular por la calles alguien lo oyó farfullar que con Madrid no puedo. Lo que más le llamó la atención era la enorme cantidad de chinos que se parecían, al igual que los sudamericanos, que aunque no tenían nada que ver con los chinos, también se parecían mucho entre ellos sobre todo cuando iban en coche con las ventanillas bajadas atronando las calles con un chunda chunda de salsas, merengues y bachatas (lo del vallenato vendría después). Aquello no le hacía gracia. A él lo que de verdad le gustaba era hacer planes para las fiestas de Lagarejos de la Carballeda. Aquello sí que eran fiestas, como la del 4 de agosto en honor de la Beata Erundina. Se acordó de Lucita con añoranza, lo bien que lo pasaban juntos ese día, los barquillos que le compraba, las rosquillas que le regalaba, los peluches que conseguía en la caseta de tiro, los cuernos que le había puesto, la manera en que lo había engañado como a un chino que hasta podría arar con la cabeza, lo golfa que era…
Suspiró con añoranza y se dirigió hacia la habitación principal de la pensión. Era sábado por la siesta, Amadeo había aprobado las oposiciones sin querer y a él, qué coño, también le gustaba el vermut y las empanadillas del Solana.