La encontró junto a las azaleas, pequeñita y arrugada, en una mano la otra y al lado, seis esquejes de fresones y dos de hierbabuena.
Después de años aguantando, no me encuentro nada bien, se lo había confesado. Le preguntó, como si no lo supiera, dónde le dolía. Aquí, señaló con el dedo. Y aquí. Y aquí también. El doctor asintió con la mirada. No le dijo que lo sabía, que la había prevenido hacía tiempo y que por avisar no quedaba. No puedo, decía siempre ella. No puedo. Quién se va a ocupar. Mujer…alguien habrá. Y si no…Además…sólo son lechugas, unas pocas gallinas y cuatro tomates. Ya, se justificaba ella con una sonrisa desvaída, pero son mis lechugas, mis pocas gallinas y mis cuatro tomates. Y él. Y el doctor asentía la impotencia resignada. Un día, después de un silencio, mientras garrapateaba una receta para nada, a punto estuvo de decirle mire doctor, ya lo sé, ya sé que tiene razón, que la vida se me acaba, que se me acaba la vida tan pronto. Qué quiere que le haga. ¿Y usted? Qué puede hacer usted que yo no quiera. Acabo de cumplir cincuenta, cincuenta, y tal vez me hubiese gustado cumplir cincuenta más. Aunque a decir verdad…para qué tantos. Son muchos, demasiados cincuenta más. Pero sólo cincuenta…A veces, sabe usted, cuando pienso en lo poco que la vida me va a durar, me entra un coraje…Qué he hecho yo, a quién he ofendido. A quién he molestado. A quién. Verá…me revelo un poco. Ya sé que todos tenemos que morirnos, sí, morirnos, pero claro…unos de risa, otros de fastidio, otros de asco, no se ría, y otros…de verdad. Y esa verdad me ha tocado a mí. No crea ni por un instante que estoy lamentándome. No lo crea. Ni tampoco quiero dar lástima. No quiero que se lo diga a él. Para qué. Prométamelo. Pero me duele. Me duele aquí. A veces no lo soporto y me dan ganas de gritar, me dan ganas…a pesar de sus pastillas, de sus jarabes. A pesar de sus palabras de ánimo me duele tanto…cómo me duele señor. Yo siempre fui fuerte, como una mula si me permite mire usted. No crea que es un decir. Es la verdad. Hasta hace nada. Y el doctor asentía, asentía un poco y callaba tanto…No se desanime, se atrevía, ya verá como…sabiendo que no iba a ser. No se esfuerce doctor, lo interrumpía forzando con desgana una sonrisa, es usted muy bueno, desgreñado el pelo, pero miente muy mal, a desconchones la voz.
Y se esforzó con los ojos muy abiertos, no quiero penumbra cuando anochezca, ni qué lástima de mujer.
No quiero las caras contraídas, ni el gesto atravesado ni encogida la voz.
No quiero penas ni tampoco no me lo puedo creer, ayer tan…y hoy…
No quiero comitivas de negro, ni voces apagadas ni bisbiseos de confesionario.
No quiero malgastada una lágrima que mi vida no vale tanto ni tan poco ni también.
No quiero, entiéndame, por qué a otros, no sería justo, y a mí no.
Y ahora que no quiero a pesar de haber querido siempre, ahora que no quiero…
Ahora que no quiero, no se espante doctor, me gustaría un poco más llegados hasta aquí. Pero qué más da, qué remedio, antes que después. Sólo una cosa: que no me lloren, dígaselo así, que yo lo quise, que no me lloren porque la vida dicen que es una milonga, que no me lloren después.
Que nadie me llore aunque sea sin querer.
Y si me hubiesen querido que yo no lo sepa porque yo he querido poco y a casi nadie.
Ni siquiera a ti, que no te debo tanto ni nada.
Ni siquiera a ti que me enseñaron.
Ni siquiera a ti.
Y aunque nunca te quise, tú sabrás Dios.
La encontró un silencio después, algún suspiro y en los labios resecos la letra asomando de una canción.
La encontró junto a las azaleas, hierbabuena y fresones, con una sonrisa en las manos adornadas y en el gesto, notas gastadas de bandoneón.