Era de noche y sin embargo llovía. Horas antes, el pardillo de Domingo Domínguez había mancillado el honor de la familia aquella tarde de domingo durante la siesta. Y es que aquella tarde, Doña Candela, dueña de nada y mujer del patrón, se topó con semejante trance: Florita inclinada sin bragas buscando la cofia debajo de la cama y a su hijo Domingo, también sin bragas, conectado desde atrás con movimientos de retroceso y avance, cómo me la pones Florita, avance y retroceso. Y eso no había sido una mancha cualquiera. Por cierto, cómo te la pongo. Qué preguntas por dios, que nos pueden leer. Cómo me la vas a poner: dura, muy dura, Florita por favor. Y tiesa. Podía haberse fugado con el dinero de la herencia, podía haberse disfrazado de mamarracho o de comunista, o incluso podía haberse bebido la bodega familiar, la joya de la corona, en un momento de tontería. Todo eso hubiera sido disculpado por el patriarca, Don Marcelino, terrateniente y cabrón al alimón en la provincia de Zamora y el primero que había instalado una antena paranoica para ver la televisión de todo el globo. Pero no; Domingo la había cagado de lo lindo haciéndole un bombo a la chica de servir que con tanto primor lo trataba desde hacía una temporada. Y por eso mismo, porque él nunca había sido insensible a los encantos de una mujer, de cualquier mujer (incluso de la suya) había naufragado en los escollos de la concupiscencia víctima de la calentura. Y es que Florita era un primor. Aseada, limpia, siempre oliendo a fresco de jabón de Marsella y con aquella cofia con puntillas y medias blancas que eran como para poner verraco a cualquiera cuando plumero en mano espantaba el polvo de la vajilla del comedor. Y aparte de ser un primor y sin bragas, Florita había enviudado demasiado joven por culpa de la patada de una vaca al que entonces era su marido, un cuadro de mocetón colorado como las amapolas y con el pelo del color de la zanahoria. Eso sí, tenía cara de cabestro y las manos como zarpas y el médico, en un alarde de generosidad, le había dicho que no había nada que hacer, que la patada le había incrustado el caldero de ordeñar entre las cejas y la nuez y que si se lo quitaba corría el riesgo de desgraciarlo todavía más. Así que, por consejo del galeno, Florita accedió a que su marido abandonase este valle de lágrimas con un caldero incrustado y un cuartillo de leche sin desnatar como equipaje para el otro lado. Dos años habían transcurrido desde entonces y Florita, todavía fresca, sintió la necesidad de reafirmarse en su condición de mujer que había permanecido adormecida así que, decidida a recuperar el tiempo que ya no volvería, volcó todo su empeño en aquel tonto del culo que era Domingo y que se pasaba el día babeando detrás de su cofia. No es que sintiese la más mínima atracción por aquel personaje pijotero que le había tocado soportar a cambio de un salario miserable en aquella casa principal, pero Florita, después de muchas noches de cábalas y planes meticulosamente diseñados, había decidido sacar provecho de la situación y nada mejor para eso que llevarse al huerto a Dodo, a la sazón Domingo Domínguez. Así, que entre contoneos y descuidos de falda, entre miradas descolgadas desde las pestañas e inclinaciones de cintura exageradamente pronunciadas, Florita Fernández, nacida en Huesca, hija de madre dudosa y padre desconocido, viuda de un gañán embrutecido, se trató de tú a tú unas veces de pie y otras en horizontal, con el hijo del patrón, treinta y nueve líneas después mucho más terrateniente y mucho más cabrón.
Domingo Dominguez
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Carlos Garcia-Manzano
Carlos Garcia-Manzano
Él es Carlos García-Manzano amigo no sólo de elcercano, donde cada semana participa activa y entusiastamente en nuestro programa de radio, con su sección"Todo Letras" acercándonos a este mundo de relatos inéditos, creados por él mismo, y cada cual más original. Hoy comparte sus historias no sólo por las ondas radiofónicas sino también por estos espacios virtuales.
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