Si mal no recuerdo, la última vez que vi a Celestino Buenaventura, fue caminando renqueante por la calle de Las Tiendas exageradamente rebozado de gabán una tarde de noviembre. Siempre me había llamado la atención aquella figura escasa de carnes, con la cara como la corteza de un sarmiento y la expresión hojaldrada y mantequilluda como de cruasán artesano de la hornada de las seis. Recuerdo que una vez, en el café La Palma, mientras yo descargaba mi paraguas medio abatido por el viento del suroeste y tumefacto por el exceso de lluvias de la semana anterior, el bastón de Celestino Buenaventura descansaba apesebrado en el paragüero de la entrada. De talle fino y cimbreante en madera de caoba y la contera inoxidable al compás de las pisadas, remataba la empuñadura una cabeza de lebrel finamente tallada a juzgar por las filigranas de las orejas expectantes y el hocico puntiagudo que parecía olfatear con disgusto la humanidad allí condensada. Al fondo, por entre una resaca de humo de tabaco y chafadas de dominó, arrellanado en la única orejera del local, Celestino Buenaventura releía el periódico del día con un cortado en la mesa, una pierna sobre la otra y la barbilla clavada en la pajarita como en acto de contrición. Porque Celestino usaba pajarita de seda desde la primera comunión y desde entonces, era él, el que día tras día, componía aquel corbatín con la minuciosidad de alguien a quien las prisas no tenían el gusto de conocer. Detestaba las pajaritas de lazos prefabricados, las camisas con botones en los puños y los paraguas automáticos que explotaban como un pedo de sapo cada vez que apretabas el botón. Sabía, por comentarios allegados y lenguas no tanto, que a la muerte de su madre, había regentado una expendeduría de tabacos y efectos timbrados después de haber pasado por mil ocupaciones estériles como contable de un almacén de ferretería, profesor de Latín sin academia o asesor y relaciones públicas de la Cámara de Comercio en asuntos internacionales. Su poca disposición era de sobra conocida más allá de los territorios de la cristiandad de tal suerte, que a la muerte de su progenitora, se encontró con el negocio que más se ajustaba a su estado de ánimo de natural flojedad. Tuvo la suerte a bien, agasajarlo con la ayuda de una tía de su padre que era quien en realidad cargaba con todo el peso del negocio con lo que Celestino Buenaventura se limitaba a aparecer bien entrada la mañana y nunca antes del segundo café. Un buenos días sin demasiado interés, una inspección ocular a la caja registradora y acto seguido, como todos los días, recolectaba un paquete de emboquillado de uno de los cajetines de la pared y con la excusa de un recado, Celestino Buenaventura desaparecía hasta la hora de cerrar tragado por sus innumerables ocupaciones que debía repartir entre el Café La Palma y el Bar Los Molinos que regentaba el desgraciado de Milucho. Porque para Celestino, Milucho era un chiquilicuatro y un pichafloja que se pasaba dieciocho horas al día detrás del mostrador para ganar unos duros que luego el ogro de su mujer y la mala pécora de su cuñada se encargaban de pulir en el bingo o en la peluquería en un santiamén. Y si continuaba yendo al bar de Milucho, era porque con el vino le ponía unas empanadillas que estaban de cine a pesar de que nunca supo de qué era el relleno después de intentar inútilmente sonsacarle la receta a la cocinera, una mujer bajita como un susurro y que Milucho decía que había sido espía polaca durante la época de la guerra fría.
Pocos días después de aquella tarde de noviembre, me enteré que Celestino Buenaventura, sin el menor esfuerzo y con bastante flojedad, había abandonado el mundo de los vivos mientras releía el periódico sentado en la única orejera del Café La Palma.