Johnny Seisdedos tanteó el costado izquierdo por encima del gabán. Dibujó su silueta con la mano derecha en una caricia complacida, sonrió con una mueca y palmeó el bulto como si fuesen las nalgas de Lola La Dulce, su dulce tormento desde parvulitos en los Hermanos de La Salle. Allí estaba el hierro, en su funda de sobaquera, aguardando contenido, pegado a las costillas hasta casi fundirse con ellas. La Beretta 92 comprada de estraperlo en el mercado de las pulgas de Saint-Ouen en el corazón del París más gabacho y canalla, llevaba tiempo en silencio desde la última vendetta y desde la última vendetta todavía olía a sobaco, a pólvora del momento, a empanadilla de atún con mucha cebolla y apenas pimiento. Tenía algo de tiempo a pesar que desde pequeño le habían enseñado que el tiempo era oro y que el tiempo todo lo curaba, que tiempo al tiempo, que a mal tiempo buena cara e incluso que por mucho que vuele el aura siempre el pitirre la pica, que nunca supo lo que significaba el aura y mucho menos el pitirre ese, pero como se lo decía su abuela, bien dicho estaba. También le decía a menudo, que en cada generación una puta y un ladrón. Y Johnny nunca entendió a qué venía aquello teniendo en cuenta que apenas rozaba los seis años pero si lo decía su abuela, bien dicho estaba. Johnny Seisdedos cruzó el parque con un pie delante y otro detrás, el gesto contraído, las manos en los bolsillos, la mirada perdida, el ceño apretado, el culo fruncido. Por el camino de tierra pisada, parterre aquí, parterre allá, las farolas lucían apenas. Una pareja se besaba en la penumbra y un can ladraba a la Luna. Johnny volvió a tantear el costado izquierdo por encima del gabán. Se detiene. Gesto contraído, puños apretados, la mirada al suelo. De pronto se caga en todo. De nuevo vuelve a cagarse en todo, en los perros, en sus dueños, en el alcalde, en su puta vida, en Parques y Jardines, en Vías y Obras y hasta en la Diputación. En el parterre de tulipanes y violetas bordeados de boneteros y algún que otro boj, Johnny purifica la bota izquierda contra la hierba sin dejar de maldecir. Una mariposa nocturna revolotea desquiciada contra la tulipa de la farola y a lo lejos, las campanas del Concello callan en punto la media noche tal vez. Johnny Seisdedos consulta el reloj. A pesar de no tener campanas, coincide con el Ayuntamiento y también la Catedral. Saliva al suelo, el gesto todavía contraído y el paso apurado sin querer. Lola lo espera después. La dulce Lola que lo quiere sin querer a falta de algo mejor que hacer. Saliva al suelo, revisa la bota de nuevo y de nuevo saliva después. Enfrente, el portal. Aprieta los puños, los ojos contraídos y las nalgas también. Lola lo espera en el desván amueblado, rejillas en las medias, ligueros ajustados y zapatos altos de tacón, los labios pintarrajeados rezumando carmín, la falda ceñida, rajada hasta la cintura y las bragas amarillo jazmín. Johnny titubea. Las escenas vividas con Lola se le agolpan en la cabeza. El aroma de pachuli con el que se rocía generosamente el escote todavía le baila en la nariz. Pero delante está el portal y en el ático, el encargo. A Johnny Seisdedos le habían encargado deshacerse de la comadreja de Lucas El gladiolo llegado de Palermo hacía unos días. El tiempo apremia y Lola no es de las que espera por ningún gachó. Johnny se debate entre la duda y el deber, no sabe qué hacer, si el desván amueblado con Lola desvestida en el diván o el ático con El gladiolo con la pipa dispuesta a volarle la cresta. Acaricia la Beretta y piensa de prisa. Dirá que fue un accidente, que el encargo no pudo ser. Quizá en otra ocasión. Johnny Seisdedos se descalza, desaloja la Beretta de la funda y de un tiro se vuela un dedo gordo del pie. A partir de ahora, sólo será Johnny. Renqueante, desanda el camino y sonríe. Lola lo espera desvestida en el diván.