Caía una chubasquera escandalosa sobre los tejados de uralita cuando Bernardo Peaguda invocó desde la ventana abierta a los pájaros de mal agüero. Desde el palisandro del buró, con las velas encendidas, invocó con los brazos extendidos a las ánimas del purgatorio, a las fuerzas ocultas y a todos los engendros del averno. Meigas, trasnos, salamandras y culebras, apretó los ojos, maldijo todo lo que sabía y de una patada lanzó el cojín del sofá contra la pared. Después, ya más tranquilo, se sirvió hasta el borde un buen vaso de Bourbon. Llevaba diez días, sin saber en cuál estaba, encerrado en el apartamento como una fiera enjaulada dándole vueltas a los folios de la novela. Desde que empezara a escribirla, aquello había ido de mal en peor y a duras penas había conseguido rellenar cincuenta con una bazofia intragable llena de altibajos, sin apenas argumento y con unos protagonistas que parecían sacados de algún programa cutre de televisión. Detestaba escribir contrarreloj y por encargo. Odiaba hacerlo bajo pedido, supeditado al editor-puta sanguijuela- y rindiendo pleitesía a la demanda del público. Bernardo Peaguda, escritor de éxito según los últimos sondeos de libros más vendidos bajo el seudónimo de Simón Medina, había conseguido, con el mínimo esfuerzo, convertirse en un mercenario al servicio de las editoriales. Pero en aquel instante, con un rescoldo de pudor avivado desde no sabía dónde, se había dado cuenta de que aquello no podía continuar así. De repente, ya no le importaba el dinero porque tenía de sobra. Ya no le importaban los lectores porque sus novelas las habían leído casi todos. Ya no le importaba casi nada porque casi nada le importaba. A sus años, traspasados con creces los sesenta, lo de menos era formar parte del circo a no ser para hacer pasar por el aro a la trapecista o a la domadora de caniches. Se había cansado de hacer el payaso ya fuese augusto o ya fuese clon. Sabía que se había vendido, que su dignidad ya no le pertenecía, que como en una subasta al mejor postor, la había saldado a golpe de maza a la una sin llegar a tres. Muchas veces se preguntó por todo aquello a cambio de qué y muchas veces no supo qué responder. Escondió la cabeza en el agujero de la vanidad y miró hasta donde el fondo le permitía. Pero aquel agujero durante mucho tiempo no tuvo fin. Hasta aquel día. De la editorial le llegó un correo apremiándolo, que había demasiado en juego, que para eso le pagaban y que el mercado mandaba. Bernardo Peaguda también quiso mandar y por respuesta mandó al editor a tomar por culo, achacó el agobio al que lo sometía a la falta de escrúpulos y cerró el correo retándolo a que fuese su puta madre la que terminase la novela. Por el camino había dejado dos matrimonios, un par de hijos aparcados en el olvido y demasiados retales de vida sin vivir. Llenó otro vaso, sin prisa, casi hasta el borde. Estoy jodido, se dijo. Sorbió con los ojos ausentes y reconoció negando con la cabeza que se había secado. La fuente inagotable de historias escritas desde los veinte años se había agostado. La magia que había aprendido a dominar con la punta de los dedos sobre el teclado del ordenador, había desaparecido. Ya no era capaz de hilvanar escasamente una historia. Después de casi veinte novelas vestidas de éxito, por primera vez, se encontraba desnudo. Al tercer vaso, todo aquello le pareció ridículo. Se olvidó de la lluvia. Se olvidó del vaso entre las manos, de los cigarrillos consumidos apenas encendidos. Se olvidó de los días y las noches. Se olvidó del frío, de los cuentos de cuando niño, de la banda de música los domingos, de los nidos escondidos del mirlo entre los arbustos del jardín. Se olvidó de las zapatillas desde hacía días en un rincón de la cocina. Se olvidó de sí mismo. Se encontró de pronto en medio de un erial donde antes había un sembrado de creatividad y donde ahora apenas crecían unos matojos escuálidos. Recordó a su admirado Nietzsche, al que tantas veces había tomado como referente: “Hasta el más valiente de nosotros pocas veces tiene el valor de enfrentarse con lo que realmente sabe” y Simón Medina sabía que desde hacía tiempo, su tiempo como escritor, se había desnutrido hasta casi entrar en coma. Barajó en un primer instante la posibilidad de darse un tiempo, de descansar durante una temporada, de reinventarse para nacer de nuevo. Le dio vueltas a la alternativa de contratar a un negro que escribiera por él. Después de todo, no sería el primero, ni tampoco el último. Ahí estaban en la historia no pocos escritores que habían utilizado, y seguían haciéndolo, escritores fantasma que plasmasen sus novelas. Incluso entre los negros, había uno que se atrevió a hacer esperar a los ángeles. Que esperen, dijo al fin sin palabras. Que esperen también los negros. Que esperen los ángeles y también los engendros del averno. Que espere la lluvia que ahora me toca a mí. Con la gabardina sobre los hombros dejó a Simón Medina sentando delante del ordenador y ya en la calle, caminó reconfortado sin saber hasta cuándo, sin saber hasta dónde con la única esperanza de encontrar un por qué.
Caía…
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Carlos Garcia-Manzano
Carlos Garcia-Manzano
Él es Carlos García-Manzano amigo no sólo de elcercano, donde cada semana participa activa y entusiastamente en nuestro programa de radio, con su sección"Todo Letras" acercándonos a este mundo de relatos inéditos, creados por él mismo, y cada cual más original. Hoy comparte sus historias no sólo por las ondas radiofónicas sino también por estos espacios virtuales.
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