Recuerdo la primera vez en que oí hablar a mi caballo. Mi tía Carlota, que por aquel entonces (por aquel entonces y por muchos entonces después) vivía con nosotros, sentenció que aquellos primeros sonidos guturales parecidos a un estertor, eran gases. Mi tía Carlota, una hermana de mi madre, soltera y con un pelo macho encaracolado en la barbilla, a todo aquello que se escapaba a su conocimiento, le aplicaba la cualidad de gaseoso. Si alguno de mis primos se torcía un tobillo y se le ponía como un globo, mi tía Carlota lo recriminaba por ser tan melindroso y quejica, que aquello eran gases y que con una infusión de hierba luisa, como nuevo. Si mi madre se quejaba de la espalda después de haberse pasado cuatro horas a la plancha camisa va y pantalón viene, Virita eso son gases, diagnosticaba mi tía Carlota. Incluso, cuando a uno de mis hermanos decidieron llevarlo al oculista porque decía que no veía más allá de sus narices, mi tía sentenció que también eran gases que subiendo por las tripas y pasando por la garganta, llegaban hasta la cara y presionaban las bolas de los ojos cortando el flujo del nervio óptico. Y así, desde que yo la conocía, mi tía Carlota vivió hasta bien entrados los ochenta hasta que un día se le gastó la maquinaria y apareció fría una mañana de verano con la cesta de las pinzas en la mano y la lavadora abierta una vez terminado el centrifugado. Me contaron que mi abuelo, muy patriarca él y general de brigada acostumbrado a mandar, le había puesto el nombre de Carlota a mi tía sin el consentimiento de mi abuela (porque las abuelas por entonces pintaban más bien poco, incluso la mía) porque a él lo que le hubiese gustado era saltarse la paternidad y tener un nieto que se llamase Carlos como yo y no una hija que se llamase Carlota como ella. Se resarció años después, en que me contaron las malas lenguas que casi había obligado a mi padre a punta de sable en una mano y pistola del 9 largo en la otra, a que le diese un nieto varón, por descontado en colaboración con mi madre, y al que por supuesto había que bautizar con el nombre con el que al final me bautizaron a mí. Después de algún tiempo y después de que el calendario me hubiese permitido pasar hojas y hojas hasta conducirme a la alopecia irreversible y la mala leche sin posibilidad de tratamiento, deduje por lo que me contaron y lo que puse de mi cosecha, que el nacimiento de mi tía no había sido muy bien recibido por mi abuelo quien me aseguraron bajo secreto de confesión, que una vez que le dieron la noticia del alumbramiento, se pasó toda la mañana blasfemando y destrozando tomillos y tomateras a sablazos en el pequeño huerto de detrás de la casa tal era la frustración por no haber tenido un varón que lo sucediera en el rango. Me dijeron también, que a pesar del panorama, todo aquello lo había hecho en absoluto silencio. Y mi abuelo el general, tuvo que esperar a tener otra hija, a la postre mi madre, que le diese un recluta como él decía, y que, cosas de la vida y del nacer, fui yo y a partir de ahí, mi vida transcurrió, como primer regalo, con un caballo entre las piernas y a medida que mi abuelo iba volviéndose cebolleta, batallas a todas horas, algunas de plomo y demasiadas de papel. Lo cierto es que desde entonces, tuve unos cuantos caballos, un perro salido, un alacrán cebollero en una caja de zapatillas y un grajo bizco al que enseñé a decir cabrón con absoluta nitidez. Pero no fue hasta que mi caballo llegó a la familia cuando de verdad aprendí a tomar conciencia de la verdadera dimensión de los acontecimientos, casuales o no, y sobre todo, a percibirlos de una manera más abierta y sin juicios a priori. Por eso, cuando confesé que mantenía conversaciones con mi caballo, más de uno me preguntó si fumaba o me metía cosas raras. Yo siempre contestaba que, efectivamente, fumaba Güiston y lo más raro que me había metido era un Vega Sicilia Único, crianza del 99, a 190 euros la botella de tres cuartos. Y así hasta hoy, en que todavía recuerdo una tarde en la que escuchando por la radio un especial sobre cazos y corruptelas, sobres preñados de billetes y chanchullos bajo cuerda, mi caballo pronunció sus primeras palabras dirigiéndose a mí con un pasmoso qué hay de lo mío, capullo.
Conversaciones con mi caballo (XII)
Comparte esta noticia:
Facebook
Twitter
LinkedIn
WhatsApp
Email
Imprimir
Carlos Garcia-Manzano
Carlos Garcia-Manzano
Él es Carlos García-Manzano amigo no sólo de elcercano, donde cada semana participa activa y entusiastamente en nuestro programa de radio, con su sección"Todo Letras" acercándonos a este mundo de relatos inéditos, creados por él mismo, y cada cual más original. Hoy comparte sus historias no sólo por las ondas radiofónicas sino también por estos espacios virtuales.
Más artículos de este autor