El miércoles pasado recibí en el móvil un mensaje de mi caballo: “Ven inmediatamente o dejo de respirar”. Sin pensármelo dos veces, enfilé la carretera en zapatillas y pijama de lana de los Pirineos que me había regalado mi suegra unas pasadas navidades y de cuya fecha no quiero acordarme. No entendía qué podía pasarle. Supuse que se habría encontrado mal de repente y que echó mano del más próximo presa de un ataque de pánico. Pero esto no era lógico porque yo vivo a dieciséis kilómetros de la hípica. Para atenderlo estaba el mozo de cuadra que sabía escribir, el veterinario que vivía dos pueblos más allá, el párroco a tiro de piedra en caso de extremaunción, la Guardia Civil, los bomberos, Protección Civil que era uno y cuñado del concejal de deportes, la señora de la limpieza y el farmacéutico que era amigo del director del Colegio público y que a su vez mantenía una relación adúltera con la mujer del alcalde. Para colmo, el sacristán era conocido mío por parte de padre y aunque no meaba agua bendita, usted lo que necesite Don Carlos, gracias Cándido, nada nada, lo que necesite que para eso estamos qué carallo, hoy por ti y mañana por ti también. Pues eso, que aunque no meaba agua bendita, era un hombre servicial y lo mismo me echaba una mano a mí que a mi caballo. Incluso a mi sobrina la de Vigo que acababa de cumplir los veintidós. ¿Qué pasa? pregunté con cierta agitación nada más llegar. Nada, me respondió con calculada indiferencia. Que me aburría. Estuve a punto de partirle las piernas. Quiso desmarcarse de la tontería diciendo que no era para tanto y que yo se las tenía gastado peor. Me recordó aquella vez que por hacer una gracia, le llevé media docena de manzanas de cera que había comprado en Pórtico Básico y que daban el pego con las de verdad. Que había estado malísimo durante cuatro días, cagándose vivo, después de habérselas pulido en un santiamén víctima de la hambruna que padecía debido al estado de abandono al que lo tenía sometido. En este punto, confieso que le faltó poco para que me decidiese a partirle los dientes de una pedrada. Te noto tenso, me dijo con recochineo. Ahí sí que ya no pude contenerme, lo agarré de las crines de la frente y en un santiamén le hice dos chichos a lo Betty Boop. Calló. No dijo nada. Ni esta boca es mía y continuó como si tal cosa con la dignidad que la estampa le permitía. Dio un par de vueltas a la cuadra, como haciéndose a la idea, y me espetó: qué te parece el último fichaje del Orense. ¿Me hablas de fútbol? Claro. Sabes que lo detesto. Es cierto, lo había olvidado. ¡Qué cabeza la mía! exclamó con el cachondeo contenido mientras se palmeaba la frente con gesto teatral. No, no lo habías olvidado, corregí. Sacas el tema para molestarme, para zaherirme y menoscabar mi paciencia. Se rió entre los dientes que conservaba de milagro. Cambiemos de tema entonces: cuándo quemamos el Senado. ¿Eh? Que cuándo quemamos el Senado. No seas bárbaro, lo amonesté. En su defensa adujo que semejante compadreo costaba una pasta al contribuyente. No me dices nada nuevo. Eso lo sabemos todos. Pues no parece, insistió. Con la violencia no se llega ninguna parte le dije. Ya, asintió inflado de razón, y con la molicie tampoco. Explícate, le exigí poniéndome en guardia. ¿Y si antes pidiésemos una pizza? Le dije con sorna que sí, que una de ternera con salsa barbacoa. Entonces pásame uno de esos que fumas. Le pregunté que a ver cuándo se le ocurría comprar tabaco y dejar de gorronear el mío. Verás, continuó después de un par de bocanadas: a los pardillos como tú, esa antigualla constitucional os cuesta cincuenta y cinco millones del ala, millón arriba, millón abajo y con ese dinero le ponía yo un apartamento a la yegua de al lado que cada día está más rica. Por cierto ¿te has fijado qué ancas se le están poniendo? Le dije que se dejase de tonterías que estábamos a lo que estábamos.
Le pregunté que de dónde había sacado el dato de los cincuenta y cinco millones. Me dijo que de Economía Digital, de El economista, de Expansión, de El país, de ABC y cien más para dar y tomar buceando una tarde en Internet. Doscientos ocho senadores por defecto de las urnas. Cincuenta y ocho por la patilla de las autonomías. En nada, veinticinco por designación municipal y en un plis, otros tantos por las asociaciones vecinales. Lo dicho, continuó: hay que meter la tijera. Respondí que estaba de acuerdo pero que había que empezar por arriba. Me miró fijamente, puso los ojos como platos y soltó tal carcajada equina que se le vieron hasta los empastes mientras sujetaba la panza con las manos presa del descojone. Hay que rebajar la deuda, continuó a trompicones conteniendo a duras penas restos de risa floja, que ya lo dice Standard & Poor´s porque ya sabes capullo que la deuda bien entendida empieza por uno mismo y si no, pregúntaselo a los griegos, irlandeses, portugueses y hasta al gabacho que está casado con la monada esa. A dónde quieres llegar, pregunté. ¿No pretenderás que te lo explique? Te lo ruego, insistí. Mira que eres lila. Te cuento: sois una parte los que estáis pagando los platos rotos de los demás. Sois una parte sobre la que está cayendo todo el peso del sacrificio. Sois una parte los que cada día os empobrecéis un poco más. Pero esa parte, sois la mayoría y lo peor de todo, es que no os dais cuenta y mientras no os deis cuenta y hagáis lo que debéis hacer, todo esto, será como ladrarle a la Luna.