Acuciado por la necesidad de quitarme la tiritona de nueve bajo cero que me obligaba a caminar doblado como si fuese un paréntesis, entré, sin premeditación alguna, en un Starbucks, una de esas cadenas americanas donde para pedir un café te exigen un nombre. El que sea, pero un nombre. Una vez calentadas las tripas y lo demás y pasada hora y media estirando el café a base de suspiros en lugar de sorbos, me dirigí hacia el puente de Carlos que me quedaba a unos pocos cientos de metros del museo de Kafka en la zona de Malá Strana. Una vez localizado y antes de entrar a través de una calle angustiosamente estrecha, lo primero que me llamó la atención, fueron dos esculturas masculinas, grandes, mucho más que yo, meando dentro de una fuente con la forma de la República Checa. Asumida la anécdota con una sonrisa y no sin envidiar por un instante aquellos duros miembros de metal, entré en el museo. Estaba vacío. No había nadie. Ni siquiera en la puerta. Y entré con cierto recelo no fuera a ser que estuviese cerrado y alguien apareciendo de cualquier rincón afease mi conducta invasora. Entré de todas formas. Después de recorrer un laberinto de vitrinas y expositores llenos de cartas, libros, fotografías y dibujos, llegué de casualidad a un recoveco más o menos oculto o al menos no tan a la vista como el resto. Frente a un pequeño retrato de Kafka colgando de la pared, un hombre permanecía sentado mirándolo fijamente. Me puse a su lado a mirar el resto de los dibujos e ilustraciones que cubrían aquel espacio aunque la escasa iluminación hacía difícil la observación si no era acercándose bastante. Me giré y le hice un gesto con la cabeza a modo de saludo para no perturbar el silencio. Ni siquiera me prestó atención. Debió pensar, y no se equivocaba, que yo era otro turista más que llegaba a Praga con una cámara de fotos y cara estar en el paraíso de los papanatas. Me disponía a darme la vuelta y salir por donde había entrado cuando entendí en alemán que me daba los buenos días. Respondí que igualmente a pesar de no estar del todo seguro de que se hubiese dirigido a mí. Sin dejar de mirar el retrato, soltó un par de frases a lo que me disculpé en inglés diciéndole que no entendía, que sólo hablaba español y a duras penas comprendía algo de francés. No me hizo caso. Continuó soltando frases espaciadas, cortas, de una sonoridad áspera y a la vez recubiertas de un tono sereno y algo desvaído. Volví a disculparme insistiendo en que no entendía nada de lo que me decía pero el hombre seguía empeñado en no prestarme la más mínima atención ni hacerme el menor caso. Continuó hablando. Por cortesía, permanecí donde estaba, callado. De vez en cuando, el hombre también callaba y yo aprovechaba para despedirme con ademán de marcharme, pero cada vez que esto ocurría, y ocurrió unas cuantas veces, el hombre volvía a hablarme en alemán de la misma manera: frases cortas, a veces casi inaudibles y otras con un remarcado énfasis y que parecía transformarse en otro como si sufriese una metamorfosis repentina que duraba apenas unos instantes. Viendo que no iba a soltarme y que además el frío de fuera no me ofrecía nada mejor que hacer a aquella hora de la mañana, decidí aguantar consciente de que aquella situación era bastante inusual y que no me conduciría a ninguna parte. Cuando por momentos conseguía poner la mente en claroscuro o trasladarme al limbo de los justos, me distraía pensando en el menú que pediría a la hora de la comida, qué vino escogería, si blanco o tinto servido por una camarera pechugona o un camarero con cara de escapulario y por supuesto que fuese en una taberna si la encontraba. Desde luego nada de uno de esos restaurantes de comida internacional, anodinos, ruidosos y llenos de gente que lo mismo le hace fotos a un muslo de pato con pétalos de rododendro y semillas de ajonjolí en el plato que a la puerta de los urinarios porque tiene una silueta de unas tetas para distinguirlo del de los hombres. Cuando volvía en mí, el hombre seguía hablando. Era joven, calculo que tendría unos cuarenta aunque había momentos en que me daba la impresión de que tenía cien, muchos más que yo, por la manera renca y cansada de arrastrar algunas palabras. De vez en cuando, hacía algún gesto con las manos o carraspeaba un poco. Incluso, creí adivinar, que también de cuando en cuando, mezclaba frases en otro idioma que deduje era checo por una de las palabras que sí comprendí. Por lo demás, llevaba sentado en aquella butaca del museo en la misma postura en que lo había encontrado. Llegué a pensar que era el guarda en su día libre, o un guía turístico desahuciado, o un loco escapado, o un fanático. Llegué a considerar que tenía que salir de allí aunque fuese corriendo y aunque lo dejase con sus frases en la boca, pero no sé por qué, no llegué a consumar la fuga y aguanté un rato más asumiendo el reto de comprobar hasta dónde llegaría aquella extraña situación. No mucho rato después, el hombre se levantó de repente, hizo una ligera inclinación de cabeza y se despidió desapareciendo tras una puerta disimulada que parecía un expositor. Agotado, después de casi una hora de pié, ocupé su lugar en la butaca. Ni siquiera me propuse analizar aquello que acababa de experimentar, de si era lógico, o absurdo, o ambas cosas a la vez. Simplemente había ocurrido así y así lo había aceptado. Descansé un instante y decidí que ya era una buena hora para buscar un sitio donde comer pero antes de irme, y posiblemente sin que interviniese la casualidad, me dí cuenta, de que el hombre de la butaca era el mismo que el del retrato de la pared.
Acuciado
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Carlos Garcia-Manzano
Carlos Garcia-Manzano
Él es Carlos García-Manzano amigo no sólo de elcercano, donde cada semana participa activa y entusiastamente en nuestro programa de radio, con su sección"Todo Letras" acercándonos a este mundo de relatos inéditos, creados por él mismo, y cada cual más original. Hoy comparte sus historias no sólo por las ondas radiofónicas sino también por estos espacios virtuales.
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