Mi familia me acusa muy a menudo de ponerle excesivas objeciones a todo, a la sopa, a la fiesta del pueblo, al nombre escogido para una sobrina, al hombre del Tiempo… así que nadie se ha extrañado de mi ultima hazaña: he sido obligado por las circunstancias a hacerme objetor fiscal. He dejado de pagar impuestos directos y me he inclinado, más bien diría que aplastado, por los indirectos vía impuesto del valor añadido al café solo y a la cerveza, el famoso IVA, que más que estar añadido está subido a nuestra chepa. Todos caminamos con un IVA encaramado a la espalda que nos encorva tanto como un peso en la conciencia o un saco de cemento para tapiar las grietas que nos deja el tiempo en el rostro y en los otros artilugios corporales. El hecho de hacerme objetor fiscal del impuesto de la renta de las personas físicas, el famoso IRPF, me ha traído no pocos problemas. Hacienda me busca desesperadamente y ha colocado en sus oficinas una fotografía antigua de mi numero de DNI, en la sección de delincuentes peligrosos, enemigos públicos número 1 e indeseables a los que retirar el saludo. Me he dejado crecer la barba y de momento voy dando esquinazo a ese señor inspector de negro livanclif que caza extraterrestres fiscales y que cobra una comisión por delincuente entregado, vivo o muerto, a las autoridades. Yo valgo poco de las dos maneras pero ya he tenido que salir por patas del bar saloon en donde ha ido a preguntar por mi, dejando indefensa una tapa de oreja. Nadie me conoce, menos mal, y aquí, en mi barrio, los policías secretos, sean del pelaje que sean, son detectados con la nariz y se les hace el vacío y los pies de plomo. No me quejo. Las razones por las que me he hecho objetor fiscal obligatorio no voy a contarlas porque pertenecen al sector comercial de la pornografía profunda y hay niños delante, pero si alguien está interesado puedo darle detalles personalmente al oído, a cambio de un puñado de dólares.
A mayores también me he hecho objetor ecológico y objetor energético y las dos cosas juntas. Ya tengo a tres ministerios pisándome los talones, me adentraré en el desierto a ver si se calman las aguas y dejan de bajar turbias. Aunque nadie me lo ha pedido, voy a contar las razones por las que me he hecho objetor ecológico, enercinético y lo que se tercie, aunque, para ir resumiendo un poco, he de decir que a mí no me gusta que me obliguen por las bravas, soy un tipo duro, y donde pondo el ojo pongo la bala y viceversa y tampoco me gusta que me tomen el pelo, forasteros. Para hacer un poco de historia, poner a la gente corriente en antecedentes y alargar el misterio, quiero decir que yo era un ecologista de esos implicados a medias, que vivía hasta hace poco en un valle verde cuidando gallinas. Separaba la basura hasta donde mi inteligencia podía hacerme discernir entre papel, plástico, vidrio o materia cadavérica, y apagaba las bombillas cuando no estaba en la habitación a oscuras. Fumaba en la playa y me rascaba la entrepierna y llevaba las colillas dentro de un paquete vacío; adoraba a las ballenas que viven lejos aunque nunca pude con el estiércol de perro cercano, pero tuve tres Premios Nacionales a la menor producción acústica, soy bastante callado. Un cubículo para cada producto de desecho y un contenedor para el acto final, y no pasaba de los cien kilómetros por hora en autovía. Todo esto lo hacía más bien por no discutir, porque no me daba ningún trabajo y porque, a fin de cuentas, el reciclaje está de moda y yo soy un tío moderno aunque respeto mucho la tradición. Pero, como siempre, las cosas empezaron a torcerse y algunos nunca se conforman con lo que tienen. Vino el invierno pandémico, vino el hielo ucraniano y los que ponen y quitan rey dijeron que había que ahorrar porque el mundo se quema por los dos extremos. Dijeron, no podemos aguantar este ritmo así que el aire acondicionado a 19 en invierno y a 26 en verano. Vale. Después dijeron que el precio de la electricidad se dispara porque consumimos como lapones. Bien. Dijeron que apagásemos las luces. Claro. Que no usásemos plásticos, que es muy mal ganao. Ya. Y dijeron blablablá os tenéis que portar bien a ver si logramos entre todos que esto funcione. Dabuten, tío. Pero no, yo sólo he visto que la Asociación de Ganaderos de Dodge City sigue a lo suyo, que la televisión sigue produciendo basura para alelados, que hay más asesores cada día, que el parque móvil de las instituciones no deja de crecer, que los coches híbridos siempre van en modo mula de gasoil, que solo ahorramos los que no podemos gastar, que cada magdalena vienen envuelta en plástico individual. Y el colmo: los que predican que apaguemos la luz que nos come el lobo, se dedican a hacer grandes festejos por las calles despilfarrando lo que no les pertenece, alquilan camellos con diarrea y visitan camellos en Wichita, ponen norias gigantes con burros gigantes en plena ciudad, muerto el burro la cebada al rabo y ocho millones de bombillas, a ver si les explotasen en las carillas. No se cansan nunca de hacer autobombo, autoplatillo y autopandereta; se comen los ahorros del Banco Central Europeo en rescates a los más eternos bancos; conocen las grandes jubilaciones íntimamente porque se acuestan con ellas; venden lo que no es suyo para hacer un hotel, descuidan aquello que es de todos porque llueve mucho y el termalismo solamente habita en los libros de Historia de Roma y en las novelas de Thomas Mann, muchacho. Y ahora quieren hacerme comprar una pegatina para que mi coche pueda entrar en algunas calles de la ciudad. Seguramente después tendré que comprar otra pegatina para poder salir, pero como ya he vendido el coche para poder pagar el gasoil, las etiquetas las pondré en el baúl que me va a acompañar en el viaje a Alaska a buscar oro. Me largo, me exilio fiscalmente como el Rey Emético. A ver si mientras tanto el sheriff se va olvidando de mí y los rancheros se matan entre ellos o se los comen los comanches, que están desfallecidos con el hambre de la crisis.