He estado observando, con dolor de oídos agudo en fase terminal, que los ayuntamientos de esta provincia, y sospecho que de toda Galicia, se han hecho con unos instrumentos motorizados de tortura a los ciudadanos súbditos de su gobierno y a los forasteros que los visitan. Alguien podía decir que no he estado en todos los ayuntamientos gallegos para poder hacer una afirmación tan tajante pero contesto que he transcurrido por varios, alejados entre si, aleatoriamente escogidos por mis quehaceres, de distinto color político en sus alcaldes, unos pobres, y otros aun más pobres, y que en todos ellos he disfrutado de la compañía siempre rimbombante de esos hijos del trueno. Los instrumentos de tortura a los que me refiero son esos sopladores de hojas que se utilizan tanto en jardines y parques de la capital provincial como en pueblos de la España vaciada de contenido de estas geografías galaicas. Los sopladores de hojas y otras porquerías en realidad no sirven más que para llevar a aquellas de paseo de un rincón a otro hasta que, rendidas y sin fuerzas, son levantadas por el viento, que se las lleva al Paraíso de las hojas, a formar humus eterno. Si nadie las hubiese soplado acabarían en ese mismo cementerio mítico de las Hojas del otoño que tanto y tan bien han cantado los poetas del domingo por la mañana después del vermut. Aquí en Orense me he parado a observar la frenética actividad de varias brigadas de soplahojas acelerando al bicho y desperdigando ancianos de los parques hacia el cementerio. Es difícil sobrevivir a un ataque de polución acústica de un aparato de ese tamaño, diseñado, no me cabe duda, en los laboratorios de una empresa de armamento antitanque coreana del norte. El meollo del asunto está, como he señalado antes, en que esos cacharros no sirven para nada. Yo mismo, un tipo poco dado a inclinarme ante nadie, con un escobón a una mano, dejaría impoluto en tres minutos lo que estos operarios ensucian en seis horas, sin contar el descanso del bocadillo. Como nunca fui capaz de aguantar completo el espectáculo hogiástico no podría dar fe de notario de los resultados de la labor sopladora, aunque me lo imaginaba, pero unos días atrás he pasado por la capital de un concejo allende el Furriolo y allí, cuando yo pasaba a velocidad de Kennedy antes del balazo, un ejemplar de brigadista pastoreaba polvo de la cuneta, briznas de hierba y algún papel, mientras otro colega se afanaba con la desbrozadora de aires, airiños aires, por la vera de la calzada. Creí que era el fin del mundo a través del motor de explosión nuclear y que se me había estropeado el coche. Cuando volví a pasar de vuelta, al cabo de hora y media, la porquería se había desplazado tres metros hacia poniente y el soplador se había desplazado cuatro hacia levante. Todo permanecía invariado, metáfora de la política municipal. Si ahora pasear perros y platicar con ellos se ha convertido en la actividad lúdica e intelectual más apetecida por la gente de bien, soplar hojas ha devenido también en la actividad remunerada más estúpida que se puede desempeñar actualmente sin necesidad de master universitario. Perros y hojas de paseo. Pensando en la poca utilidad que se le saca a estas mochilas soplahojas, descartando la funeraria, me pregunto si esta plaga no responderá a una nueva maravillosa idea de los que están gobernando, de producir energía eólica barata con gasolina cara. Algún vendedor ambulante de elixires, crecepelos y muñecas hinchables se la ha vuelto a colar a nuestros madamos, previo cobro de algunas comisiones en algún despacho oficial. Alguien con excedentes de botones, papeles higiénicos de colorines y cursillos para hacer un video de promoción turística termal, se ha vuelto a poner las botas a cuenta de un material que nos deja sordomudos de asombro. Tengo la horrísona sensación de que, a diferencia de los camiones motobomba para apagar incendios forestales, estos aparatos no se estropean nunca. Estoy deseando que se organice el Primer Rally de Mochileros Soplafollas Campo a Través. Ya me imagino el primer maratón en la Ribeira Sacra, para promoción de esta como patrimonio de la humanidad: por fin los cañones del Sil atronarían como dios manda, destrozarían a bombazos el silencio ancestral y harían honor a su nombre. Pronto pasará otro maravilloso Rally por allí, pero ni punto de comparación a la hora de molestar. Se va a enterar la Unesco cuando los cañonazos por iniciativa de cualquier mancomunidad de municipios que comparten brigadas internacionales se pongan todos juntos a soplar el himno gallego, con el asesoramiento de la Diputación, que para eso está: si soplamos todos juntos somos más fuertes y se nos escucha más lejos.