Pasaba el motorista todos los días a la misma hora, con una puntualidad exquisita. Tal vez se orientase por el sol y las estrellas, que lo dirigían hacia la calle en la que vivo igual que los dioses dirigen otros destinos de los mortales , era un Jasón sobre dos ruedas hacia un vellocino de habas con tocino. Pasaba antes de que los vecinos tuviesen la necesidad de levantarse de la cama para iniciar la jornada. A alguno el ruido ensordecedor lo sorprendía sentado en la taza del váter, provocándole oclusión intestinal y cerebral. A otros, con la espuma de afeitar en las mejillas de payaso, y los ojos inyectados de sangre, se les corría el rímel con las lágrimas. Temblaban de miedo los cristales, se decía que incluso aparecían grietas de galleta de turrón en los edificios, eso no está corroborado por la ciencia empírica de la observación in situ. La resignación, como una salsa bechamel con grumos, invadía el barrio. Habían salido a protestar en una manifestación cuasi tabernaria pero el alcalde les había dicho que no había nada que hacer, que las vacas del pueblo ya se han escapao riau, riau, que no había ninguna ley que prohibiera a nadie circular en moto; que la moto no había sido trucada y que venía así de fábrica, con lo que la homologación con los países europeos de gobiernos más democráticos que el nuestro, por ejemplo Bélgica, estaba más que confirmada. No quedaba más que tener paciencia o mudarse de barrio. El alcalde vivía en las afueras, en un chalet monstruoso rodeado de alambradas electrificadas y garitas con soldados adormilados. Allí dentro solo se escuchaba el tictac del reloj que a todos nos señala nuestra última hora; y la brisa que despeinaba los ralos cabellos de su cabeza de cabeza. Nadie supo quién fue, pero aquella mañana, cuando el pobre motorista pasó a una velocidad endiabladamente luciferina, un alambre de acero tendido de puerta a puerta seccionó el cuello del desdichado. La cabeza con casco fue dando vueltas como un aovado balón de rugby hasta la esquina más próxima. Alguien pegó una patada y salió volando otros cien metros hasta conseguir un primoroso gol por toda la escuadra en un portal de la otra calle. Después llegó el silencio. Y créanme gente que aunque hubo ruido nadie salió, como en la canción. Al día siguiente la moto volvió a pasar, puntual como la hora de nuestra muerte, ruidosa como un capricho sexual oriental, apestosa como la propia vida en la trinchera diaria. El motorista pasó vengativo acelerando como en una estampida de gonorreicos, se ve que no hace falta tener la cabeza sobre los hombros para ser un grandísimo hijo de la gran chingada.