Lo de llamar tonto a alguna gente que no ha tenido tanta suerte y no ha accedido al olimpo de los listos a fuerza de codazos, de adulatorios reclinatorios, de chanchullos, de robo desinteresado o de herencias basadas en un lejano crimen, es algo viejo en este y otros andurriales patrios. Recuerdo a la gran cantante de ópera, Celia Villalobos Gámez, lanzar improperios en Román Paladino dirigidos a la persona de su chófer, que no la rescataba a tiempo de las preguntas de los periodistas zombis que la estaban asediando e intentaban comerle los sesos utilizando los micrófonos como cuchara, y el paciente hombre conductor se demoraba en exceso para no rascar el coche oficial que no le costaba un duro a la primma donna, tardando, al parecer, más de la cuenta en salir del garaje de la Fundación Nakatomi de la carrera de San Jerónimo. Si es más tonto, -decía con do de pecho-, es porque no entrena. Ha quedado grabado en el subconsciente colectivo de los chóferes de vampiresas que en este mundo han sido como un agravio imperdonable. Hoy nadie quiere conducir la troika de la novia de Drácula por los caminos que llevan al castillo de Transilvania porque se le puede mover el jueguecito de la Candy Crush y no se sabe cuál puede ser la reacción. Todo se solucionaba, piensan los de la gorra de plato, clavándole una estaca en el corazón de oro y diamantes, a ver si después nos llama tontos.
Ahora los tontos ya no son los conductores habituales de políticos estrellados sino un colectivo casi tan numeroso, los consumidores de electricidad doméstica que tienen un contrato regulado, así le llaman, aunque vaya usted a saber quién lo ha regulado y en dónde anda ahora el regulador, más que regular, fatal. Y el jefe de una compañía, con carcajadas llenas de salud, nos ha llamado tontos a unos cuántos. Bueno, yo no me he sentido ofendido como le ha pasado a algunos, porque creo que soy bastante tonto y esos apelativos cariñosos ya no me hacen mella, como cuando mi profesor de francés, que medía 1, 52 m., me llamaba enano mirándome desde sus alturas; y si el hombre se lo pasa bien…Uno, o sea yo, piensa que ese hombre rico que dirige Iberdrôle, no tiene un pelo de tonto porque, al contrario que la mayoría de los ciudadanos de a pie enjuto de este país, se ha hecho rico, muy rico, y, además de despreocuparse de si tiene la tarifa eléctrica regulada o libre porque no le importa el gasto de su casa, además de eso, tiene dos peluqueros que le cuiden el jardín de su mansión. Y lo que nos produce ese dispendio de los peluqueros, a los tontos que tenemos unas cabelleras rebosantes de salud, es una envidia que ni nos deja respirar. Los chistes de tontos a este señor se los cuenta el peluquero de la parte calva de su cabeza, aquella que se le ilumina como una bombilla de cien vatios cada vez que tiene una idea brillante como pueda ser utilizar agua, aire y sol de los tontos para lanzar la cabellera al viento y subir su cuenta de resultados. A la Ocasión la pintan calva, los tontos es que no se enteran, tontos que sois unos tontos, ja, ja, ja!