La manida frase de que una imagen vale por mil palabras unas veces es cierta y otras veces esas palabras podrían incluso ser más de un millón, todo depende de quien sea el palabrero y de cuál sea la nitidez de la imagen. He dicho. La mesa a la que se sienta Putin y aquellos a quienes recibe en el Kremlin es un mueble o lo parece y, además, una imagen de un mueble y, además, es la imagen anti duchampiana de que esto sí es una mesa, vaya mesa. Sólo a alguien de mente extraviada, y seguro que allí dentro del palacio hay mucho de eso, se le puede ocurrir que dos personas que tienen algo que decirse pueden estar a una distancia tan grande que sea imposible que se escuchen uno al otro y casi ni se vean en la lejanía. Ese otro desconocido con quién hablan pudiera ser cualquiera y a lo mejor es necesario que se mantenga ese espacio intermedio infinito para que el visitante no se dé cuenta de que está intentando hablar con un doble del Presidente ruso hecho de goma látex en la fábrica de muñecas de Alcoy propiedad de un oligarca que veranea en Denia. Fuera mejor que cada uno de los interlocutores se quedase en su casa, si es que la tiene, porque el resultado siempre iba a ser el mismo, un parloteo incomprensible e infructuoso. Para oírse utilizan un escarabajo pelotero pegado a la oreja, que les va traduciendo simultáneamente sus fraseos. Sabe dios qué les dirá, aunque por el de Putin se escapa un rock siberiano con el himno de los zares, mientras el escarabajo va haciendo su bola de estiércol con la mierda que le crece en los oídos, la misma que supura su cerebro. Una y otra vez, sea quién sea el contertulio, incluyendo a sus estúpidos generales, que parecen salidos de un cuento de Isaak Babel, cosacos locos, asesinos degenerados de Estado Mayor, se les ve achicados en un rincón de una mesa que antaño sirvió en San Petersburgo para que cenasen todos los generales de “Guerra y Paz” y sus amigos y después bailasen encima con una compañía entera de la Opera de Viena, descorchando champán francés para beberlo en los zapatos de la soprano, la mezzosoprano y el barítono. En una mesa decente, de férreas bases morales, de caoba o de formica, la gente de bien se reúne a comerse un cocido, a echar un tute, a escribir un correo electrónico al novio o , como en la mesa de “El cartero siempre llama dos veces”, a echar un polvo de categoría especial, apartando de un manotazo el bote de la harina. En la mesa de Putin es imposible cualquier actividad de estas: allí nada humano tiene cabida.
El pobre Antonio Guterres, señor con cara y cruz de cultivador de alcachofas calvas, una personita amable y educada, estaba como perdido en un rincón de la mesa, el rincón de los perdedores, el rincón al que se mandan los perros que se han comido la alfombra, el rincón de los pasos perdidos. Es el rincon de un ring donde colocan siempre al esparrin, buscando infructuosamente una esponja con la que limpiarse el sudor frío que provoca la visión lejana de un tirano imbecilizado por los bufones y las drogas que toma para que se le ponga dura a los cien años. Es imposible un diálogo con quién no es capaz de usar la razón, la frase coherente, la realidad. Hubo un momento, cuando levanté la vista del plato de la cena para mirar la tele, en que creí que Putin era Berlusconi o la momia de Lenin recién duchada con lejía.
La inmensa mesa de conversaciones de paz del Kremlin es la metáfora de la insensatez de la guerra hecha mueble hipertrofiado, excesivo, innecesario e impúdico. Es la mesa perfecta para aquello en lo que se han convertido las negociaciones de paz cuando el invasor agresor no tiene ninguna intención de dejar de matar: un diálogo-monólogo de sordos. Sobre todo de un sordo como una tapia de cementerio.