“Á taberna do meu compadre
fun polo vento e vin polo aire,
e como cuosa de encantamento
vin polo aire e fun polo vento”.
La taberna del Ti Eliseo no era un lugar muy limpio pero era el lugar más acogedor y cálido de todo el pueblo. Cuando el Ti Eliseo instaló su tasca era ya un hombre viejo, un hombre viejo, flaco y encorvado, pero seguía siendo tan poco trabajador como cuando era joven. Sólo le interesaban dos cosas, los castaños y las palomas de su palomar. Por lo demás, cuando se vio viejo decidió dejar de cavar la tierra, porque aun no tenía ninguna intención de cavar su propia tumba, y se puso por su cuenta con un negocio humilde que le diera lo suficiente para comer, ni más ni menos porque nunca había sido un hombre ambicioso. Ser el gerente de una tasca siempre le había parecido una profesión digna y envidiable. Después se defraudó un poco pero no era hombre de muchas melancolías y la nube que le emponzoñaba la frente se le pasaba pronto. Sucedía eso cuando los parroquianos se envolvían en las virutas del alcohol y las discusiones subían al techo como volutas de humo pesado y ácido, y parecían no tener fin. Tenía seis gallinas, criaba un cerdo que ningún año estuvo muy bien cebado y algún domingo comía un pichón de su pichonera sin saber nada de Don Quijote.
En la taberna del Ti Eliseo sólo se servía vino de Benavente, fino como un aire frio y caliente como un espejo. Emborrachaba rápido. Ti Eliseo compraba su género vinario a Daniel el vinatero y su margen comercial de ganancias y pérdidas se escondía en el porcentaje de agua añadido. El agua era excelente pero aun así el vino emborrachaba. La taberna estaba en su propia casa y su casa estaba en los altos del pueblo, una casa apartada de la aglomeración rústico-urbana como si estuviese leprosa y, entre las luces de la aldea que se ven por la noche cuando se viene por el camino del Castelo, una de ellas, una luz como de alma huérfana, brillaba débil a desmano, huida de la demás, como esa estrella que de noche parece haber perdido su camino: era la luz de la puerta de la taberna, que indicaba el camino a los zánganos trasnochadores que venían a chismorrear acabalgados en una silla desvencijada, o a jugar al julepe o a la garrafina en la única mesa que había dentro, una mesa de tercera mano que se había procurado después del incendio de la casa de la señora Nemesia, que fue ignominiosamente arrojada a la calle con las piernas abiertas, la mesa, cuando los vecinos intentaban salvar del fuego todo lo que podían y que por eso estaba un poco chamuscada y tenía, para sustituir a la amputada desaparecida, una pata hecha de una rama de castaño mal devastada y mal pintada, más gorda que las otras tres por lo que parecía una abuela frente al fogón.
La taberna del ti Eliseo estaba situada que ni a propósito para poder armar todo el barullo que se quisiera sin tener que escuchar las quejas siempre plañidas de los labradores, madrugadores como gallos, que querían dormir sin sobresaltos de gamberros a deshora y, sobre todo, de sus esposas cantarinas como cluecas, que dormían con un ojo abierto y otro cerrado. Allí se podía cantar y, si llegaba el caso, salir fuera, al frío helado de la noche a echar un ganchete o algo más agresivo. O a mear el agua del vino contra el pajar. Algunos mozos venían de casas sin permiso paterno, saltándose las retretas, y otros dejaban a la novia formal a la puerta de la madre y daban un rodeo para que nadie supiese de sus inocuas andanzas. Había días en que se jugaba algo de moneda de curso legal pero la mayoría de las veces los que perdían pagaban las rondas de vino y un bombo de sardinas en aceite o una muescas de bacalao salado que colgaba, más negro que blanco, de un gancho detrás del raquítico mostrador. El pan lo ponía el Ti Eliseo gratis, o eso se creían algunos, un pan centeno oscuro como un cabileño. Lo más normal entre los habituales clientes era echar unas parrafadas, unos chatos y seguir el camino.
Sólo un defecto avergonzaba a la taberna misógina: que la chimenea, en días de ventisca, en noches en las que el viento bajaba rodando desde las cumbres de Porto de Sanabria, aullando como un lobo, no cumplía su destino con dignidad y el humo se volvía adentro como amedrentado por las inclemencias y entraba de nuevo al local por el hueco por el que debería huir. Entonces los ojos lloraban sin pena, el vino hacía su trabajo en el corazón y como decía algún mal hablado a veces ni siquiera se conocía a aquel a quién se le pasaba la jarra porque no se veían más que bultos entre la niebla densa de la leña de uces y piornos. Era en esas noches cuando el Ti Eliseo se ponía sentimental y lo único que deseaba era irse a la cama para dejar de llorar por el humo. Se escondía en el rincón a vigilar la puerta y dejaba que el fuego se apagase poco a poco para que los parroquianos se fuesen yendo con el frio. Pensaba en lo amorosamente recogidas que estarían sus palomas con la cabeza embozada por las plumas, emitiendo un suave ronroneo mientras la corisca cubría la noche. A veces se dormía plácidamente soñando que volaba.
Había algunos días en que alguien ridiculizaba a Ti Eliseo ya fuera por el resentimiento que producen los naipes adversos o porque algo no marchaba bien con la parienta, con las deudas o porque la tinta de Toro se iba hacia los pies e impedía circular la sangre en el cerebro. Alguno había que reprochaba los abusivos bautismos en el vino Jordán, o la mugre de una jarra, o el excesivo estoicismo del tabernero. “Si el vino está aguado es para que no se te suba a esa cabeza de papagrillos que tienes”. Ahí quedaba todo, se marcaba otra muesca en la pizarra y paz a los hombres de buena voluntad. Ti Eliseo no era un agarrado, un avariento Ganímedes, cuando alguien bebía a crédito nunca lo apuraba en el pago y eso es de agradecer.
Si faltaba un pie para la partida Ti Eliseo se sentaba a jugar para que no se deshiciera la noche, que es muy larga. Odiaba el juego de cartas pero jugaba con una dedicación profesional, aséptica, sin permitirse más fallos que los que el azar depara en cualquier timba. Siempre pensó que los naipes, brisca, tute, julepe, cinquillo, siete y media, eran entretenimientos de putas y solteronas que churruspean anís por la tarde. No tomaba nada en las rondas de la partida pero si ganaba se cobraba sus vinos como si los hubiese bebido. Nadie dijo nunca nada contra eso.
Ti Eliseo no había cotizado jamás a la Seguridad Social. Cuando llegó la democracia y el alcalde le tramitó una pensión de beneficencia cerró el chigre, feliz de no tener que esperar a que se fuese el último excedente de la noche. Se compró una escalera de tijera de aluminio y quiso empezar a cuidar sus castaños adolescentes. Tres meses después de entrar en el sistema se murió de un cáncer en el estómago.