El escritor sentado en su silla bauhaus frente a la mesa castaño puro, siena tostada, empezó a sentir un malestar indefinible que no era fiebre ni cansancio, ni nausea ni estremecimiento, era un malestar que le apretaba todo el cuerpo como un traje de neopreno demasiado escaso para su corpachón, que le impedía transpirar, respirar, inspirar, no se le ocurría nada nuevo desde hacía dos años. El escritor consagrado comenzó a tener un mareo debido a la fluctuación flotante de los libros de su grandísima biblioteca de madera de teca con anaqueles canteados en aluminio, colgada del techo de su despacho de trabajo, que empezaban, a ojos vistos, a flotar por la habitación en unas órbitas perfectas, sin que unos se tropezasen con otros, como si fuesen hologramas de un universo libresco repleto de estrellas, planetas enormes con satélites inmensos o diminutos, hojas de papel que se mecían como las olas del mar, carraspeando en un silencio de marea sin resaca, obras completas en piel de gamuza, enciclopedias de monasterios coptos en becerro de Turena. El escritor consagrado, eterno candidato al Nobel, acaparador de premios millonarios, un ser recalcitrante, protector a ultranza de su intimidad hasta la grosería, un pantagruélico comedor de huevos fritos, un misógino disfrazado de dandi, un inmisericorde crítico de compañeros de armas y de letras, creyó que le había llegado su hora o que por lo menos le había llegado el aviso de que su hora estaba cerca, y sintió pánico por primera vez en su vida ante la inminencia de lo irremediable, ante aquello que no tenía nombre y que sin embargo era lo innombrable, – él que había adjetivado y sustantivado los más recónditos sentimientos-; lo que no se podía refutar con un argumento, lo que no se podía insultar sin caer en el ridículo porque era inmune a los insultos, -no como esos periodistas, críticos literarios analfabetos a los que se les puede hacer una broma de sal gruesa sin que se den por aludidos-; no, esto era distinto, era el reverso del amor adolescente, casto y puro, era lo que no habla – y mira que el escritor consagrado había hecho hablar a sus personajes, que siempre eran el mismo, es decir él, cuántos guiones al principio de la frase, cuántas páginas repletas de frases perfectas que jamás se dirían en una conversación humana terrestre-; lo que es indescriptible, lo que no vive en un paisaje -y mira que el escritor consagrado había descrito paisajes, soleados, verdes esmeraldas, helados en invierno, secos en verano, azules granas de montañas inalcanzables, pálidos amarillos de trigos en la lejanía-; que no tenía argumento, ni principio ni final -y mira que había creado tramas el escritor, tramas llenas de poesía que dejaban a sus lectores pasmados ante tanta complicación, argumentos que se retorcían en espirales de asesinatos, adulterios, amores locos, matrimonios de conveniencia, putas, rameras, prostitutas, mantenidas, casas de lenocinio, oficinas papales, vicarías, despachos de bancos poderosos, de abogados corruptos, de ministerios repletos de burócratas y escribientes, hoteles de lujo, pensiones abyectas, bares, tascas, restaurantes de diez cubiertos de plata y bistrós de mala muerte por envenenamiento paulatino, viajes en avión con azafatas eróticas, hospitales led con enfermeras porno- ; que estaba sorda y muda pero presente, sin pasado ni futuro; sin piedad para poder regatearle un momento más, un día más, un año más de prórroga, un precio más alto por la próxima novela, un respiro entre dos conferencias bien pagadas, repletas de público entregado, con su último libro más vendido entre sobacos, bien sudado y manoseado, subrayado incluso, buscándole el significado que jamás alcanzarían esos mortales porque lo que signifique una novela no está al alcance de inteligencias que se quedan dormidas con el libro entre las manos yertas sobre las pegajosas sabanas, anda, apaga la luz que mañana es otro día. El autor premiado y condecorado ya se vio a sí mismo en el entierro de Paddy Dignam cuando en ese momento pasaba frente a la lámpara de la mesa de castaño inglés “el Ulises” en una órbita confusa y perfecta de montaña rusa, no había sido capaz de acabar ese mamotreto, y pensar que había hablado tanto de él, de sus hallazgos, de sus modernidades, de sus anticipos y de sus influencias en toda la novela y novelistas mediocres de los siglos posteriores; y se vio a sí mismo en su propio entierro en el catafalco tirado por un caballo negro con un penacho negro, no, eso no sería posible porque a él, al autor sagrado y mimado por el poder, hijo predilecto, doctor honoris causa, padrino de bibliotecas, fundador de fundaciones, lo habrían de llevar al cementerio como al personaje principal de su última novela, éxito comercial: en una berlina negra, de motor eléctrico, el último grito del transporte fúnebre: silencioso, discreto, cortés, infalible y frio como la propia Muerte.