“ Una sociedad que se ensaña con sus fumadores le está pidiendo a gritos al demonio que le mande verdaderos enemigos.”( Ray Loriga)
Dicen que Dios escribe derecho con renglones torcidos. Pudiera ser que esta gran epidemia sea uno de Sus errores caligráficos y que de todo salga al final un Bien rotundo para una Humanidad sin hombres: que el planeta sea de nuevo propiedad de sus legítimos dueños, los lémures de Madagascar, parientes más próximos al buen Hacedor de lo que podemos ser nosotros, hombres idiotas, codiciosos como banqueros engominados macarras y lujuriosos como monos en celo sin engominar. No sé, pudiera ser. Todo este Deus ex machina televisivo de las sucesivas plagas descendiendo del Cielo raso ya me ha sonado artrítico, con la escena hinchada, la tramoya excesiva y los actores nefastos, como un Don Juan Tenorio del día de Todos los Santos representado en mi pueblo natal por dos nonagenarios con un pie en la tumba, que hablaban de sachar patatas al Carónte de los arrumacos homosexuales. Os vellos non deben de namorarse. Para empezar, a mí, la mascarilla perpetua me ha parecido desde el principio una prenda sadomaso que tapa bocas impúdicas, un tanga que se ha venido volando desde los genitales de una playa de Salou, un taparrabos que oculta unas bocas sesgadas repletas de malas ideas. Pueda ser que sean imprescindibles pero no creo que eviten nada, porque todo sigue un curso extraño, una deriva facinerosa y malvada como un alud provocado. De todo este desastre propio y ajeno lo único que se ve en la superficie es el trapito tapón. Las vacunas, un negocio, que aproveche; los palitos una ganga; los testículos, un amor. Al final resulta que cuando un político se acerca a su micrófono particular y, con un gesto de bailarina de striptease, se quita la mascarilla, lo que surge entre la niebla es una idea estúpida, un lenguaje manoseado, un sexo parlanchín y desaforado, un pedo dialéctico, una lluvia ácida dorada. Lo sencillo, lo real, lo humano, está oculto entre bambalinas por la mascarilla de ese cobrador del frac del Gobierno que habla como un culo, y que quiere, además, tatuarnos su idea de protección de la Verdad colgándonosla de las orejas. Mascarillas en la calle mientras la consulta de atención primaria es atendida por una máquina tragaperros que no nos entiende; y unos superhéroes barrigones reciben a los niños que van a la vacuna, cuna. Menos superhéroes y más médicos y enfermeros. Así se mata a dos pájaros de un tiro y a otros animales que cobran la pensión. Algún día los historiadores hablarán de asesinatos desde despachos del Partido Único, desengáñense, todas las decisiones se cuecen en la misma cocina para pobres, unas calderas del infierno. Todo esto es de una desinhibición propia de la cuevas más ocultas de un barrio chino de putas en plenas catacumbas, con luz roja en el umbral. Las últimas medidas tomadas, después de una borrachera, sobre nuestros contagios, y las últimas medidas tomadas, de vodka mezclado y no agitado, hacen incidencia especial, así lo dicen ellos, en la protección que nos ofrece el uso de la mascarilla en interiores, exteriores y cuartos de la criada y la desinfección bucal propia de un brebaje de cosacos. Al mismo tiempo hay honrosas excepciones que se aplican a gente imprescindible para la buena marcha de esta sociedad, como pueden ser los corredores de aceras CNMV, deportistas, así tomados de uno en uno, que no son nada; y los fumadores de picadura de terrazas, baldosines desencajados de terror; y los hinchas de Goering de un estadio de fútbol, gente de confianza a la que entregar el cuidado del sobrino de Drácula. El que soporta la ley hace la trampa, así que yo, que había dejado de fumar hace diez años o más lustros, ahora camino por la calle con un cigarrillo encendido. Gasto mucho en tabaco pero respiro a las mil maravillas, sin braga, en espacios abiertos a todos los vientos, incluidos los del progreso. Después de tanto tiempo sin la maravillosa compañía del buen amigo americano he empezado a dar unas caladas a la chita callando y mucho me temo que volveré a tan digno vicio. Tengo la esperanza de que de esta manera pueda sonsacarle a mis pulmones algún adjetivo exacto o florido, emulando al escritor de los dedos sucios de nicotina, Josep Pla. Cada vez fumo más y mejor y doy gracias al cielo protector de que me haya devuelto al redil de los borregos fumadores que son mucho más simpáticos que los borregos vegetarianos esclavistas o los borregos papaistas paracainistas.
No hacía falta tanta mascarilla para taparnos la boca, ya nadie se atreve a protestar de verdad contra la tiranía de los tontos porque todos lo somos definitivamente en nuestros interiores del teléfono móvil y ya nadie va contra los de casa, otra cosa son los inmigrantes. Un político convoca a miles de personas para que contemplen, oh Pueblo Elegido, la maravillosa fantasía de las luces de colores. Todos bien revueltos y batidos como leche con migas de bacalao sin desalar, eso sí, guardando las distancias entre clases sociales: Los tontos gordos, diciendo majaderías, arriba, y los tontos delgados, ya un poco flacos por el hambre, contagiándose de entusiasmo y coronavirus, debajo. No sé si habría en esas aglomeraciones mucha gente pasmada con la boca abierta ya que los trapos azules y negros de diseño Victoria Secret tapaban los visajes de la cara, y nuestras madres nos mandaban cerrar la boca porque, con la boca abierta, decían, parecíamos parvos: era el gesto de mamar en un pezón perdido, mi querido Freud. El político convocante, micrófono en mano, se deslizaba por la barra del espectáculo porno pasándosela por la entrepierna al mismo tiempo que se pasaba por la entrepierna la última cantidad de sentido común que había comprado su concejal de Abastos. Y vuelta a empezar: el que no quede ciego por el resplandor, acabará incubando un virus pernicioso o desarrollará un cáncer de pulmón por volver al cigarro que calma los nervios propios y ajenos y ayuda a pasear a barlovento de esta nave que se parece cada vez más a un carro de estiércol, la nave de los locos a la deriva.