Lo bueno del tenis es jugarlo, aunque sea a solas, sentado en un bar, con una copa de vino real, frente a una cristalera desde la que observar los peces que navegan apresurados al otro lado de la pecera, atunes, peces globo, tiburones desdentados, peces payaso. El tenis es fascinante, pero hay que animarse y atreverse a practicarlo y a poner las cartas sobre la mesa. De pingpong, como Forrest Gump. Estar dos horas papando moscas al estilo del papamoscas de la catedral de Burgos, dando las horas con el cuello para poder seguir a la mosca de un lado a otro mientras ella salta como una condenada pelota por encima de la red que atraviesa un cuadrilátero, es un deporte en el que se promociona mucho el pescuezo pero sirve poco para generación de endorfinas, que es de lo que se trata para prevenir enfermedades mentales. Siempre esperas que la mosca caiga en la red y deje de molestar, pero los que la persiguen con una raqueta no se enteran. Hay aficionados puros que siguen el circuito internacional acompañando a sus héroes, a sus dioses, a sus ídolos, los jugadores. Hay aficionados sibaritas que siguen desde las gradas las evoluciones de sus gladiadores matamoscas y cortavientos, como si se tratase de fans de los Rolling Stones, eso era marcha, en sus mejores tiempos provistos de calentadores para pantorrillas. Los aficionados fetén siguen con pasión incluso los peloteos previos. El peloteo, que era al principio solamente espectáculo para minorías tenísticas selectas, con el paso del tiempo y de la televisión, se ha convertido en un deporte nacional autóctono, un deporte que pervive por sí mismo, con miles de practicantes que se afanan, con dedicación exclusiva, en escenarios tan variopintos como puedan ser los parlamentos nacionales donde se divierten desde los escaños; las televisiones, las radios y los periódicos subvencionados, en los que muchachos hambrientos, tragan de un bocado la bola alimenticia; las empresas públicas, en las que se arremolinan alrededor de un despacho oficial; las empresas privadas, en las que se aprovechan esos momentos tan íntimos en los que los empleados se encuentran con el jefe a la hora del ascensor, del café o de la salida hacia la calle, para devolver la bola, la bola no entró. Los calcetines blancos con cenefa roja y azul, rojigualda, azul prusia, los delata. El peloteo es ya desde hace algún tiempo un gran deporte nacional paralelo al tenis original del que procede, con muchos más practicantes que el devaluado fútbol, aficionado, que eres un aficionado. El tenis no es más que un juego y el peloteo no debería ser más que un precalentamiento pero así van las cosas en esta nueva era de cultura de redes sociales, el peloteador es generalmente analfabeto creador literario de obituarios para vivos .
El tenis es un deporte que está más para jugarlo que para observar el espectáculo que desenvuelve. Jamás he jugado al tenis, mis héroes no han sido Santana, Gimeno, Orantes, Nadal, ¡qué buen chico, qué buen yerno haría!, y mucho menos Djokovic que diré que es demasiado soverbio para mi gusto, mucho más que McEnroe que parecía un secundario de Woody Allen con muy mal humor. Es mucho mejor jugar al tenis que dedicarse a verlo desde muy lejos, no se ve nada pero se oye un golpeo constante, un pájaro carpintero que, a veces, entre el murmullo del viento entre los pelotas bajo la falda escocesa, abandona su trabajo noble de construirse una casa en el campo. Es misterioso que a los peloteros que ganan tan ricamente su vida golpeando pelotas con el colador para espaguetis de Billy Wilder haya tanta gente que les haga la pelota hasta en Australia.