A veces uno, que es un hombre más del Pozo de Tío Raimundo que de la calle de Alcalá, se pierde hacia el centro de Ourense en busca de una mercería en donde comprar un botón para un pijama; de una ferretería para comprar un latiguillo de media pulgada; o de una papelería para comprar unos sobres de color rosa en los que poder envolver los versos cursis que le dedica a la novia de toda la vida que ya es decir. Y, aprovechando que uno ya está en el centro, se acerca hasta el Cercano, que hasta hace unos kilómetros le parecía lejano y esquivo. Y allí, uno, que viene de cruzar el Miño por cualquier puente, incluyendo el del ferrocarril, y que viene airado y aguado, entra en ese túnel como entraba cuando era niño en el túnel de Galerías Centrales de la calle del Paseo, con la esperanza de ver los peces naranjas que nadan en la fuente y tomar una Fanta con patatas fritas caseras. No hay peces. Lo que hay en el Cercano es una cueva jungiana que culmina en un sancta sanctorum donde están las pinturas de los bisontes y caballos, y los chamanes haciendo el fuego, y al que se llega atravesando un útero vigilado por Moncho que a veces se despista en su vigilancia porque está pensando en Dios. Por la mañana hay en aquella cámara final del local una tertulia de gentes europeas y peripatéticas que hacen una tertulia paseada, como los leones dentro de la jaula pero sin domador reconocido. Se les ve la tolerancia que se profesan a pesar de los zarpazos que desde el taburete lanzan al aire, como las fieras del circo cuando oyen los aplausos. A veces estas fieras salen a fumar al patio, un trozo de Ourense que, cuando el día gris pone más grisura en las paredes, es más Plaza del Hierro que la propia Plaza del Hierro que, a estas horas, parece una cerradura oxidada desde cuyo ojo no se puede ver la ciudad encerrada en si misma. Así que se trata de un rincón de la ciudad tan típico como el Liceo de la calle de Valentín Lamas Carvajal, 5, y mucho más belga, más paranínfico y más cisterciense que aquél. Hay un poco de todo, en la tertulia temprana del Cercano, hay dionisíacos y apolíneos enfrentados en sus circunloquios desde sus sillas: está Santiago Lamas, a veces más triste de lo conveniente, como un poeta conceptista; o Montero de una amabilidad portuguesa anticuada que tanto se agradece; o el obispo José Carlos que me parece un obispo luterano más que católico, y que pudiera entrar en controversia con el padre Brown; y María y sus tacones lejanos; y Marisa y su cabreo exagerado teatralmente para asustar a las criaturas; y Vicente pensando en latín; o Willy, discípulo de Alfonso Sánchez. Hay muchas gentes en esa reunión de abranhanes, y a mi, que no me gusta hablar, me gusta estarme allí, un poco en la penumbra reservada a los advenedizos, escuchando maldades y bondades, y algún que otro suspiro de la España que anda al garete. En fin, de la tertulia tempranera del Cercano me voy siempre agradecido y un poco tristón por tener que irme y me prometo volver cuando de nuevo encamine mis pasos al centro de la ciudad para comprar una boina o una bolsa de agua caliente para los pies. Como decía Borges, quien promete algo es porque se cree inmortal. Salud.