Ya temo por mi vida en este su último tramo, así de cara se ha puesto la supervivencia. Uno había tenido una infancia más o menos peliaguda de la que fue saliendo sin grandes cicatrices: caídas, balonazos en las partes, katiuskas, sabañones, rasguños, varicelas, maestros y curas, catequesis y pruebas del mínimo común múltiplo, amores imposibles, lo normal. Y además, El Jabato, El capitán Trueno, Mortadelo y Tía, Carpanta, Anacleto agente secreto, 13 rúa del percebe, los Tres Mosqueteros; y Viaje al fondo del mar, Bonanza, Jim West, el Virginiano, una pistola de palo, el juego de la pitela, una esparrela inocua, el marro, el apestoso barro de las charcas, y varios hermanos, un río helado en verano, la caza de lagartos, cromos repetidos de UD Las Palmas en las chocolatinas, lo normal. Y Bugs Bunny y La isla del tesoro. Y uno anduvo como andan los niños, tambaleándose entre todas las indecisiones, queriendo ir lejos para ser un héroe y no alejándose demasiado de la puerta de casa no vaya a ser el caso. En aquella infancia conocí por tv en blanco y negro a un señor con un bigote recto y una sonrisa blanca y un poco melosa que se llamaba Walt Disney, que enseñaba a dibujar a Mickey Mouse, y también a otro señor que enseñaba a dibujar al Pájaro carpintero loco, demasiado chillón para mi gusto extraviado. A través de Disney conocí a Merlín y algo de la historia de Arturo en un comic que hubiese firmado Chretien de Troyes con unas copas de más. Merlín era un sabio locuelo y despistado que tenía un búho, más sabio que el propio mago. Llegué al Libro de la selva antes de leer a Kipling y jamás se me ocurrió que aquel mono tan marchoso fuese el álter ego de Louis Armstrong, ni hiciera mofa de los negros, ni siquiera conocía a ese hombre. La música de Louis Armstrong me encandila hoy mas que las caderas de Shakira, qué le voy a hacer. Sheere Kan es la encarnación del Mal que acechaba en la oscuridad, y la retorcida Ka fue ya para mi desde entonces la animalización de las personas malignas, retorcidas y embaucadoras. Después he conocido a muchas que no reptaban tan bien pero igualmente falsas y arteras e hipnotizadoras. No creo que hubiese salido de ese batiburrillo más racista ni más intolerante de lo que ya se es por ambiente. Solo me intolero con la estupidez ajena y perdono la mía, como buen liberal moderno.
En fin, que uno tiene su infancia plagada de mitología, de mayor o menor precio pero impagable para mi. Dejé aquellas historietas arrumbadas en el baúl de los recuerdos pero sigo con otras devociones férreas no precisamente piadosas, adquiridas en la edad adulta, entre ellas los dibujos animados de los Simpson. Disney fue para muchos de nosotros lo que los hermanos Grimm fueron para otros. Quizá edulcorado hasta el merengue, con Dumbo, con Bambi y con toda la tropa ñoña, pero los niños también necesitan cierta dulzura en sus vidas antes de que se les deshaga el terrón en el café. Y estoy agradecido a Disney, que fue un gran hombre a pesar de lo que digan muchos progres que no saben ni siquiera dibujar su propio nombre sin ayuda de un ordenanza.
Pero ya Disney se quedó sin Walt, que está congelado esperando el mas allá de Josafat, y es ahora una gran empresa gestionada por muchos ejecutivos pijos que confunden sus idem con las témporas y han decidido que los niños son una especie tan frágil como los linces ibéricos ( ser un lince siempre ha sido difícil) y tan imbécil como sus propios padres, y hay que protegerlos de todo aquello que pueda inducirlos a error: de los indios de opereta, de los negros de opereta, de las mujeres de opereta, de los homosexuales de opereta, de los elefantes rosas de opereta aunque a éstos muy pronto los verán en su delírium tremens del botellón. Creen que los niños son tan tontos como ellos y hay que darles el Bien y el Mal envueltos en diferente papel para que no se confundan, como caramelos de toffee o regaliz de regaliz que deja la boca negra. No importa que, después, cuando se hagan mayores empareden a sus padres o liquiden a su abuela, violen a su vecina o ametrallen a sus colegas de pupitre. Lo que cuenta es que los dibujos animados queden expurgados de tropezones sin necesidad de aceite de ricino. Y mucho celofán, lo que los niños necesitan es mucho celofán.
Y temo por mi vida porque Disney se ha hecho con la propiedad de los Simpson y si alguno de estos puros de corazón que verán a Dios con teléfono móvil incrustado en el bulbo raquídeo, un día decide pararse a ver un capitulo después de salir de rezar de la capilla que tienen en el despacho, estoy seguro de que le quitarán toda la grasa para que sean mas fácilmente digeribles, más políticamente correctos, virtuosos, apropiados por fin para la segunda cadena de la tve (ese dechado de higiene documentalista), y entonces ese buen día sí que ya no habrá nada digno en este mundo por lo que luchar y la ñoñería empalagosa que hace tanto tiempo nos embarra los pies habrá subido de nivel hasta el pescuezo, y las moscas habrán empezado ya a comernos la lengua y los ojos. Adiós mundo cruel.