Cuando mi precaria economía me da un respiro y se me airea la cartera con un antibiótico de amplio espectro, acudo a una buena brasería y con calma budista me como un chuletón. No soy yo hombre de grandes o pantagruélicos apetitos, ni pituitarios ni eróticos, ya ambos atenuados por la machacona insistencia de la edad y el tiempo, que fluyen, que cada vez fluyen con más rigor. Pero aun así me permito un lujo que más que asiático es oceaniático por aquello de los caníbales de Papúa Nueva Guinea y su hueso atravesado y disfruto del sabor de la brasa y su humo incrustados entre las moléculas de la carne. Si la salsa aromática para el churrasco argentino tiene una innegable paternidad italiana, el amor incondicional por el asado a la brasa es de origen maternal gallego y aunque yo no haya estado nunca por lares pampeanos soy un primitivo, un abuelo, uno que ahora dan en llamar “la precuela”, pertenezco a la antigua raza de locos cazadores y pastores que merodeaban entre la Sierra de la Culebra y San Andrés de Teixido y que cada domingo y fiesta de guardar se subían a Santa Tecla a ver el mar y comer un buen churrasco de ternera galaicorromana y una docena de ostras. De tanto ver el mar y oír el vacío en el estómago, a algunos les entraron las ganas de cruzarlo, el mar se entiende, para intentar quitarse el hambre del otro lado, y muchos lo consiguieron. Retornados para acá, nos trajeron de vuelta un voto para Fraga y el sabor de la carne a la brasa, aderezada después con la salsa de los italianos, y abrieron la primera parrillada argentina que pronto se multiplicó por mil a lo largo de las rutas pecuarias de nuestro pequeño país verde y azul. Allí donde hubiese vacas ha de haber parrillada, es ley de vida pastoril como una égloga. Así se escribe la historia falsa que es tan verdadera como la de don Ramón Menéndez Pidal porque todas las historias son eso, historietas. Después de despojarme de algunos billetes en el restaurante siempre me pregunto que habría sido de nosotros los gallegos si solo hubiésemos comido las hierbas de los sabios y me entra una digestión melancólica y lenta que requiere un café y una copa de orujo del país azul y verde para que todo quede apaciguado y en silencio mientras los jugos del estómago convierten el chuletón en conciencia y en ética, es decir en alma. Y en sueño apacible, porque me echo una siesta subsiguiente de notario o de registrador de la propiedad. Yo entiendo las razones de los vegetarianos, que son gentes mucho más pacíficas que yo, pero igual que la cabra trisca al monte, este que suscribe es carnívoro de nacimiento y así me va. Cuando como algo que previamente estuvo vivo nunca se me pasa por la cabeza el sufrimiento del pobre bicho, no veo más que comida, salsa, y el trozo de pan para mojar, y eso que ya no pertenezco a la hambrienta generación de las posguerra, como mis padres, yo ya fui un muchacho del calcio 20. Y no me pregunto por el sufrimiento de las lechugas, que yo no como nunca porque no me sientan bien dando vivas en el estómago, y tampoco me pregunto por los perros, que no se comen pero que se pasean, y no me pregunto si sufrirán mucho después de que los hayan castrado. Qué tendrá que ver una cosa con la otra, es culpa de la maldita digestión y del bicarbonato, que en boca de un barman conocido mío era vizcarbonato, como vizconde o bizco. Tampoco me pregunto, cuando la digestión me lo permite, por el sufrimiento de la gacela a la que las leonas devoran viva, y se me quitan las ganas de preguntarme muchas más cosas sangrientas y crueles, se me apaga el apetito de pensar porque es que acabo de comer y estoy insensibilizado, sin sentimiento.