Por fin ha acabado la liga de fútbol aficionado. Este equipo ha venido a celebrarlo al bar donde todos los días tomo el vino y leo el periódico. Es, pues, un café literario. Si el fútbol español fuese un árbol genealógico en el que los abuelos venerables sean la 1ª división, este equipo jugaría en la liga correspondiente a un cuñado de un primo segundo que pasaba por allí; un vástago joven e inútil que surge demasiado cerca del tronco. Pero esto no les impide dejar la modestia en el vestuario y venirse a este bar a celebrar tamaño acontecimiento. Tengo para mí que si son campeones de algo es porque han jugado solteros contra casados, y a lo largo de la temporada a muchos se les ha trastocado el estado civil. El entrenador de los divorciados parece un hombre sensato y grita solo con los decibelios necesarios para que se desmorone la ristra de la lotería de la Once. Nada importante. Los demás repiten campeones campeones campeones hasta que incluso un sordo primerizo como yo empieza a entender algo. El resto del bar que no han ocupado los paracaidistas de las Fuerzas de Ocupación, una miserable esquina con mesa y dos sillas, parece un campo de batalla recién bombardeado con gases venenosos: una chica y su madre yacen muertas entre servilletas de papel usadas; un señor jubilado de Renfe, acostumbrado a los chirridos de los frenazos de los ferrobuses, parece aguantar un poco mejor y solo se ha quedado hemipléjico; su acompañante echa espuma por la boca; un perro atado a la puerta parece lanzar unos aullidos lobunos, pero no logro distinguir el sonido, solo lo veo forcejear con la correa. Yo, que he cometido el error de pedir por señas un vino, veo con preocupación (es el único sentido que me queda, la vista) cómo se me tambalea la copa. Mientras tanto la kermesse continúa y de los cánticos bíblicos ya se ha pasado a los golpes sobre la mesa, que aguanta porque es como el junco de Confucio.
Una hora después, cuando pude abrirme paso hasta la barra y pagar, todo ha concluido. Afuera hay gente que ha venido a ver el espectáculo desde la distancia. Es el público que nunca han tenido en toda la temporada, que nunca ha visto sus filigranas en el área chica. Un alma buena ha liberado el perro, que a estas horas estará en Lugo, donde creo que está prohibido el maltrato animal. Observando a alguno de los jóvenes que, ahora, aun un poco excitados, van saliendo a empellones, me pregunto si en su casa habrá alguien terrenal que pueda recibirlos. Yo, que estoy en rehabilitación, y ya mucho más calmado, merced a los ansiolíticos, pienso que no pueden ponerse porterías al campo, que hay que dejar que la testosterona y otros humores salgan por Antequera o por donde quieran, el caso es que salgan, dos a cero, y que si alguna de nuestra juventud quiere desfogarse en público lo que debemos hacer es encerrarnos en nuestro domicilio, salir solo al contraataque y pensar que no podemos causar molestias al Futuro, no vaya a ser el caso que se malee y se nos revire. Y que perdamos el Mundial. Nunca control antidoping. Sería peor el remedio que la enfermedad. Que tampoco es para tanto, y a veces en el autobús también te pisan un callo, ves las estrellas, y no sería el caso de usar la ventanilla de emergencia. Así que, como la vida continua, gracias, muchachos, por ser como sois. Con buenos modales no se marcan goles, los defensas os toman a pitorreo, y los árbitros os enseñan la cartulina rosa. Y os deseo también que se cumplan en vosotros todo el resto de frases hechas, lugares comunes y malditos refranes que ya no me caben en el párrafo, y que se pueden consultar en el Marca, diario matutino. Ah, y a por ellos. Oé, oé, oé.