Las sillas tienen una presencia que adopta forma humana a poco que nos fijemos. No tienen el mismo carácter las sillas encadenadas de los aeropuertos que las sillas desdichadas y atadas de los dispensarios médicos, o las sillas y los bancos canosos de los tanatorios. Hay bancos de madera de parques fastuosos que reciben los rayos de sol tamizados por las hojas del magnolio, asientos melancólicos y monacales muy apropiados para primeros amores contravenidos o para resignaciones definitivas y crepusculares. Bancos abandonados en callejas sin alma en los que nadie se sienta, y asientos de piedra fría que, alguien, desalmado, ha depositado en un mirador, y que siempre miran a la niebla. Hay asientos que dan a un parque infantil, más contentos que un ocho. Y sillas de una sala de espera de un dentista a las que les gustaría salir corriendo, levantando la sotana para no enzarzarse en los zapatos. Hay sillones que han cobijado más sueños que muchas camas. Sillas largas de madame Recamier que más bien están para abrir las piernas que para ponerse de lado. Esta el sillón del rey y la silla eléctrica. La silla de posta y la silla con dos ruedas, de la que tira un chino de tebeo, con coleta. Esta el sillín de la bicicleta que sufre en silencio, y la trona del tercer bebé que ya necesita una mano de pintura y una espátula. Están los sillones vacíos del Congreso de los diputados, intentando olvidar, para no suicidarse por vergüenza. Y el sillón sin letra de la Real Academia de la Lengua, que no se entera de nada porque esta sordo. La silla de la Reina del juego infantil, siempre sonríe hasta con chichotes. La silla turca que no se ve. La poltrona del político, gastada, escamada, sin lustre, con pelusilla debajo, porque no se mueve y allí no alcanza la aspiradora. La silla del acusado, y la del fiscal, y la del juez, que parece dormitar. Las sillas de la parada de autobús, que saben más de la ciudad que todos los sociólogos del mundo. Y la silla vacía del difunto, delante del plato abandonado a medio comer. La silla de la cocina que hace de escalera para alcanzar el bote de tomate frito, y no le importa porque mira las piernas a la muchacha
La silla del Papa de Roma, vieja, fatigada, un poco hastiada de la vida inútil. Sueña a veces que es la feliz silla de enea del misionero que pudo haber sido. La silla del ministro, más grande que la del director general, solo faltaría. Y el tristísimo sillón del inválido sin compañía; y el del anciano que toma el poco sol de esta primavera que se retrasa, que se estremece por la brisa, y la presencia de la muerte. El paticorto reclinatorio de la beata, que da la espalda al Santísimo, vaya usted a saber por qué. Tal vez tenga el deseo de no escuchar mas pecados veniales y quisiera empezar a vivir en el sol del atrio, oreándose de ese olor acre a cerrado y sacristía, y a pis revenido. No puede ir muy lejos en su huida temeraria, no le acompañan las carnes. El sillón episcopal, que parece de mármol y terciopelo, pero está hecho con varillas de paraguas. La silla con lazo del banquete nupcial en la que se sienta la novia con los pies destrozados y un gesto imperceptible de angustia y arrepentimiento. El beato sillón del poeta, arrinconado en el Rastro de Madrid, capital de España. Las humildes sillas de formica de la taberna del pueblo, y sus hijos los taburetes. Por la noche juegan al tute, al mus, al burro, como un abuelo con los nietos. El taburete de cuero de la taberna de lujo, harto de escuchar tonterías mercantiles recitadas con muchas pasamanerías de hojas color salmón. Ahumado. El sillón del alcalde, solitario, objeto de deseo, carcomido y húmedo de culos destemplados. Está el sillón del banquero, que nunca se sienta. Y el del empleado de banca, al que a veces se le rompe una rueda como si hubiese mordido una nuez. El asiento democrático e incómodo del teatro griego, y el del anfiteatro romano, partiéndose las nalgas con Plauto. La silla del café literario donde el poeta labra versos con el culo. El sillón del psicoanalista, viviendo en el pasado hipnótico y en el presente mercantil del padre de la psiquiatría. La silla de la escuela, con su brazo en cabestrillo, dura de mollera, o blanda y despreocupada de imaginaciones infantiles. El sillón del astronauta, que cierra los ojos a la inmensidad del universo. Y el duro y fresco poyo de mi pueblo donde se devanan conversaciones agrarias, noviazgos al ralentí y comadreos indecentes y falsarios de vecinos fantasmagóricos.
Me causan una gran tristeza esas sillas que se retiran de uso y que andan estorbando y tropezando con nosotros, hasta que un alma caritativa se decide a evitarles el sufrimiento, como a un perro viejo y tan querido.
Quedan mil sillas que describir, quizá más de un millón. Cada hombre puede contar de las suyas y estaría contando la propia historia personal e intransferible de sus manías. En fin, desde que el hombre es hombre la historia del hombre puede ser la historia de sus asientos o de la ausencia de éstos. A veces, para no pensar en nada, hay que sentarse un poco a pensar en silencio. Aunque sea en el váter, esa silla que nos hace a todos iguales, como la Parca.