[Publiquei este texto fai algo máis de nove anos. Creo que segue tendo vixencia]
A pregunta do título deixábaa no aire, onte sábado [15/11/2014], Arcadi Espada nun artigo en El Mundo no que informaba sobre un episodio da guerra civil do que lle falou o escritor José Jiménez Lozano: unha instrución pastoral publicada en abril de 1939, recen rematada a guerra, polo bispo de Ávila, na que pedía aos sacerdotes da diocese que defenderan aos roxos da barbarie e a vinganza dos vencedores, que non practicaran a delación e non temeran manter a afouteza aínda que os acusasen de simpatizar cos inimigos de España. Comentáballe Jiménez Lozano a Espada que a ver cando alguén escribía a historia daqueles que en ambos bandos da Guerra Civil «conservaron el honor de la humanidad, y de los que hubo más de los que parece». Espada recoñecía que habería que escribir esa historia, pero a continuación preguntábase: «¿Quién la leería? ¿Quién lee en España lo que no le confirma?». A miña experiencia persoal dítame que hai moi pouca xente neste país que non lea en clave partidista, como tampouco son moitas as persoas que cando alguén pon en cuestión as súas ideas ou crenzas non o tomen como un ataque persoal. Por non falar da estendida e falsa convicción de que todas as opinións son igual de válidas, estean ben ou mal informadas, razoadas e argumentadas.
A fío do artigo de Espada acordeime dun texto de Rafael Sánchez Ferlosio, ¡de 1965!, no que falaba coa lucidez a que nos ten acostumados sobre libros, escritores e lectores. A cita é longa pero creo que paga a pena:
«… el desaforado personalismo vigente ―que, nacido tal vez de la torpe politización actual de la cultura, se proyecta pelo a pelo sobre la vida intelectual― exije de los libros que vengan a ser como una suerte de tajante, fideística y definitiva declaración de dogmas personales; exigencia la más anticientífica que pueda imaginarse, por cuanto, lejos de proyectarse el interés hacia la cosa y su propia verdad, lo vuelve enteramente hacia “la verdad de la persona”, como si el libro no tuviese otra función que la de hacer saber a qué atenerse con respecto a ella; por eso un libro no es un libro cuando no se presenta como una exposición de conclusiones y declaración de principios e irrita en la misma medida en que, lleno de respetuosas vacilaciones y meras proposiciones de vías de investigación, no se presenta a satisfacer aquellas apetencias; en una palabra, siempre que en vez de ser el fin de un discurso no quiera ser más que su comienzo. Así, al autor que no enuncia convicciones definitivas (sencillamente porque no las tiene; aunque se piense que lo que pasa es que las oculta, confundiendo su rectitud científica con una especie de prudencia personal) se le tiene por un ser escurridizo, que no da la cara, cuando en verdad es el que más desprendidamente arriesga.
»Pero allí donde los libros se busquen desde un verdadero interés hacia las cosas y no desde el personalismo del “a ver por dónde respira el tipo este”, que no tiene más fin que averiguar “si es de los míos”, allí donde los libros se lean olvidándose de que alguien los escribe, donde tengan otra función que la de servir de criterio para salvar a su autor o echarlo a la gehenna [infierno o purgatorio judío], allí donde se recuerde que quieren decir algo no ya para que sea comparado con otras opiniones sino contrastado con las cosas mismas, allí no puede producirse irritación, sino todo lo contrario, un libro que se limite a suscitar y a proponer, a invitar al lector a que extienda la mirada sobre todo el panorama de las cosas que habría que tener en cuenta para encarar debidamente el asunto que se trata.»
-Ferlosio, “Carta-envío”, no libro de Víctor Sánchez de Zavala, Enseñar y aprender. Madrid: Ediciones Península, 1965)-