Primero escalamos, a nuestro pesar; luego, aplanamos y nos mantuvimos en la meseta y, desde hace unas semanas, comenzamos a bajar. Y ya estamos pensando cómo conseguir que vuelva a subir, no la curva de contagios y muertes por el coronavirus, sino la de la economía, el empleo y el bienestar. En fin, si algo sabemos es que nuestra existencia, tanto la personal como la colectiva, se representa mejor con una línea quebrada que con una recta. El finado del Múcara, uno de los personajes populares de Ribadavia, lo decía de forma más simple: «A vida éche un bambán».
Con el miedo en el cuerpo, primero aplaudimos al personal sanitario del que hasta no hace nada hablábamos pestes por cualquier problemilla que nuestra mente obsesionada por la salud detectara en el trato recibido en ambulatorios u hospitales. Ahora, el mantra es «¿Qué hay de lo mío?», dirigido, claro está, a los distintos gobiernos, nacional, autonómicos o locales, sin por ello dejar de maldecir a los políticos en general o a los de los partidos contrarios a nuestra ideología o a nuestras ideas. Por si acaso a alguien se le da por hacerme la pregunta, ya le adelanto la respuesta: «No tengo ni idea». Tendremos que acostumbrarnos a vivir en un mundo sin certezas absolutas y tratar de informarnos bien y de cooperar entre nosotros más y mejor.
Confieso que me pareció, además de cínico, un tanto ñoño el hecho de salir a las ocho de la tarde a aplaudir al personal sanitario desde ventanas y balcones. Con todo, debo reconocer que no le faltaba razón a la psicóloga Araceli Fuentes cuando hablando del tema le dijo a su colega Manuel Fernández Blanco: «Mejor los balcones que los Balcanes». De hecho, al poco de abandonar los balcones, ya parece que algunos quieren apuntarse a los Balcanes.
Ahora que las autoridades nos permiten una mayor libertad de movimientos, parece que son los jóvenes los más proclives a saltarse la norma del distanciamiento físico. No faltan imágenes del fenómeno en los medios. También me lo cuentan las amistades e incluso en el barrio pude verlo yo mismo en alguna ocasión y no sin algo de envidia. Cierto que no son sólo los jóvenes los que se saltan las normas, aunque ellos estén amparados por el hecho de que son el sector de edad que corre menos peligro con la enfermedad, por la creencia de que cuando eres joven tiendes a pensar que eres inmortal y porque participan activamente, al igual que el resto de la población, de la cultura de la diversión, hegemónica en nuestras sociedades. En “Compórtate. La biología que hay detrás de nuestros mejores y peores comportamientos” (Madrid: Capitán Swing, 2018), el neuroendocrinólogo estadounidense Robert Sapolsky afirma que la característica principal del cerebro adolescente es la nula influencia que tienen los hechos sobre él. Ignoro si tiene razón, aunque dado que la influencia de los hechos es cada vez menor entre amplios sectores de la sociedad, casi estoy tentado a pensar que esa característica, ya sea por causas biológicas, por aquellas que describimos como psicológicas o culturales o por el entrelazado de ambas, habría que ampliarla también a los cerebros adultos.
Como soy de fácil asombro, quedo impresionado al descubrir en un artículo de divulgación científica el funcionamiento de nuestro sistema inmune, que cuenta con una serie de unidades de élite y estrategias que ya quisieran tener cualquiera de los grandes ejércitos del mundo. Si hasta contamos con un escuadrón de asesinas naturales, las células NK (Natural Killers en inglés), que parecen propias de uno de esos blockbuster de acción que la industria cinematográfica fabrica como churros. No faltan tampoco las catástrofes, como las tormentas de citoquinas, unas proteínas que cuando se pasan en intensidad en el combate contra el enemigo invasor pueden colapsar el propio sistema inmune. Y es que ya se sabe, en esta vida nada es perfecto.