Estimado Moncho:
Muchas son las campanas que me han acompañado desde aquel lejano momento en que comencé a tener conciencia de mí mismo y de algunos demás otros. Es como si llevase a cuestas una campana conmigo dentro, sordo, así de exagerado soy. Había creído que en cuestión de campanas, aunque no lo tenía todo dicho, sí que lo tenía todo oído, y que las novedades vendrían por la altura, el pescuezo o la distancia a la que estaban adosadas las nuevas, ya se ve que estoy equivocado y aun quedan novedades: siempre que quede un paso más para avanzar querrá decir que no estamos muertos de todo aunque yo ya me empiezo a considerar un moribundo, y que me perdonen los moribundos. Todavía no he oído la campana de “El Cercano” y como parece ser que está destinada a despertar a los que se han dormido en los laureles -en “El Cercano” hay laureles petrarquianos a esgalla- mucho me temo que no voy a oírla hasta que alguien tenga la amabilidad de hacerla tañer para mi deleite exclusivo, ya que las horas intempestivas a las que ella despierta de su sueño de bailarina coja, para sobresaltar a los trasnochadores, no pertenecen a mi tiempo. Vamos, coño, que yo no estoy allí cuando suena. Las campanas en algunos establecimientos hosteleros sirven para anunciar la propina del incauto, y su ruido va desde un débil tintineo del tiñoso hasta el alboroto del pródigo, demasiado alboroto en ambos casos, pero parece ser, por lo que he oído, aunque a veces oigo campanas y no sé dónde, que para eso no está la nueva campana de “El Cercano”, esa delicadeza es de agradecer. La campana es un instrumento a medio camino entre la música y el ruido y mucho me asustan las sinfonías con campana interpuesta porque el sonido de estas solitarias siempre me ha producido congoja en medio de los violines y los oboes. Desconozco las campanas festivas puras, creo que no soy capaz de disfrutarlas, se me revuelven las entrañas auditivas con su sonido y me pasa como al que escucha a los campanilleros de mi Andalucía que con sus gritos y sus campanillas me hacen llorar. Claro, a nadie le gusta que lo despierten a la madrugá. He pensado a veces de dónde me vendrá a mí esta melancólica aversión a las campanas y me sicoanalizo después de la siesta y no llego a ninguna conclusión, aunque voy dando con algunas claves que me indican causas subconscientes y paraconscientes de mi poco amor por ellas. Yo fui ayudante de monaguillo a tiempo parcial, lo que viene a ser una de las ocupaciones más humildes que un hombre niño puede tener, mucho más abajo que la de adulador profesional de mendigo. En el ejercicio de esa ocupación subía con el monaguillo titular a repicar las dos campanas de la iglesia de mi pueblo, dos señoriales, circunspectas y campanudas campanas, madre e hija solteronas asomadas a los campos y tejados desde unas alturas que, después de doscientos años de soliloquios, les hicieron subirse la hidalguía a la cabeza. Para repicar hay que tener cierta destreza en la coordinación de los brazos. Mientras Luisillo tañía a velocidad endiablada, produciendo la huida siempre farfullante de las palomas y los vencejos, yo me dedicaba a investigar viejos libros misales cagados de palomino que había abandonados en el campanario o a mirar la lejanía con arrobo de poeta precoz fracasado. Aquello, gracias al cielo tan cercano, duraba poco tiempo, aunque siempre demasiado, y los vecinos quedaban avisados de que, como todos los domingos de todas las semanas de todos los años, a la misma hora, tendría lugar el sacrificio de la santa misa. Había mucho sordo voluntario y descreído en mi pueblo y siempre estaban más concurridos los vermuts con aceituna de los domingos que las plegarias hacia la Meca. Hubo días en que se me permitía colgarme del alambre para dar la entrada, la de los rezagados, y aun me queda un resto de orgullo nada pecaminoso por esa forma de dar la campanada. No volvió a suceder jamás a pesar de mis esfuerzos juveniles en matrimoniar con doncella cuya dote me permitiera no dar golpe ni badalada por el resto de mi vida. Una pena.
Desde el diván de mi autosicoanálisis sigo pensando en mis otras campanas y se me va el recuerdo a aquella del internado con los curas, campo de concentración con ansiolíticos, que daba la señal para las horas de clase, de estudio, de recreo y del bocadillo de salchichón. Ser campanero en aquel mundo era tarea reservada a unos pocos personajes sensatos y suizos de cuyo futuro se espera mucho. Aun me despierto sudando frio con las pesadillas de las campanadas que avisan de un examen de filosofía con don Narciso, que lo era. Para mi desgracia un poco más tarde me tocó vivir a los pies de San Martín Pinario, hermosa iglesia santiaguesa que tenía sus propias procesionarias y sus campanas al vuelo. En los años santos repicaban con tanto ardor patriótico que me quedó una resaca crónica por falta de sueño matutino, era preferible ir a dormir a las aulas de la facultad de Derecho, entre futuros pendolistas, notarios, registradores y arbitristas de pleitos por el marco de las leiras. Un sopor. Siempre anhelé unos años jubilares un poco más discretos, y aun es hoy el día en que, a doscientos kilómetros, sigo escuchando el barullo campaniforme de la ciudad santa del Finisterre con los años santos bianuales multiperegrinados. Esto no tiene curación a través del hipnotismo acelerado, el insomnio me ataca de frente.
Para futuras sesiones con mi particular Doctor Froiz, creo que se dice así, quedan aún los pantalones acampanados, las campanas de los funerales y las campanas de mi vacío existencial, las campanas de Belén, las de las vacas de mi infancia, que otros llamarían esquilas, las campanas globales y funerales de Wall street y su hijita la campanita de la Bolsa española que hizo repicar con tanto retintín cursi aquel ministro plenipotenciario de la gran corrupción gubernamental; la triste campana de la estación de la Gudiña que daba salida al tren del exilio trimestral y que ahora se ha quedado sin diente, al lado de un reloj eternamente parado en las tres y diez. De la campana final camino del camposanto no tendré ya memoria y no la echaré de menos. Muchas otras. Será en la redacción de mis memorias en las que daré cuenta exhaustiva de la influencia que las campanas han tenido en mi vida. Sera una narración prolija, minuciosa, detallada, exuberante, y ni que decir tiene que de un gran interés humano, que demostrará su importancia en la conformación de mi manera de ser, que a nadie le importa un carajo. Mientras tanto me acercaré a ver, si es posible, la campanita de “El Cercano”, y es que con las campanas me pasa como con los niños, me parece que siempre están mejor para verlos que para oírlos.
Atentamente,
Lázaro Isadán