Leí la ‘Diversidad Humana’ de Charles Murray en Francia, un país cuyo lema es ‘Libertad, Igualdad y Fraternidad’. Los tres términos siembran polémica tanto en su significado como en su aplicación práctica, pero ninguno más que la Igualdad.
Debe ser obvio de inmediato para cualquiera que pasee por una ciudad, que los hombres no son iguales en el sentido de que son perfectamente distinguibles físicamente hablando, y se necesitaría investigar poco más para darse cuenta de que tampoco son iguales en su carácter o en su psicología. Pero ¿cómo surgen las diferencias entre ellos, que importancia tenemos nosotros mismos para que aparezcan y que, si algo, debe de hacerse sobre ellas?
Defendiendo esta evidencia, Mr. Murray se abstiene prudentemente de agradecer a muchas personas con su nombre y apellidos que le ayudaran a escribir su libro porque ‘soy una figura controvertida’ y ‘lo último que necesita un genetista o neurocientifico que trabaje en la universidad seria recibir un público agradecimiento por mi parte’. (Tanto es el cariño por la libertad intelectual de la moderna academia). Esta intensa controversia que rodea a Mr. Murray proviene del hecho de que, desde hace tiempo, ha sido defensor de la importancia de los factores genéticos en el destino del ser humano. Ha llegado a proclamar que, contra el genoma del ser humano, las políticas de los gobiernos no tienen nada que hacer, aunque esto no significa que sea un pesimista como podría parecer. Si los seres humanos consiguiésemos superar muchos de nuestros problemas políticos y sociales, ocasionaría algo semejante a un resurgimiento religioso (o más propiamente una revolución filosófica) para los intelectuales de las clases altas que tienen completo conocimiento de las diferencias genéticas encontradas en la raza humana. El conocimiento de esta diferencia, moderaría el deseo de ofrecer remedios utópicos y falsos que, cuanto fracasan como inevitablemente harán, solo pueden incrementar la amargura y el resentimiento.
De acuerdo a la moderna ortodoxia, todas las diferencias entre grupos en riqueza y poder (las dos dimensiones que se consideran como la mayor realización en la existencia del ser humano) provienen necesariamente del ejercicio de los privilegios y de las influencias ilícitas y, por consiguiente, son intrínsecamente injustas. En una distribución global plenamente justa habría campeones del mundo de boxeo de los pesos pesados procedentes de la raza de pigmeos africanos y, sin duda, discapacitados psíquicos ganadores del Premio Nobel de Física.
Es contra esta ortodoxia (que según mi punto de vista es absurda y perniciosa) hacia la que se dirige el libro de Mr. Murray. Organiza una enorme cantidad de evidencias para persuadir al lector de que nuestra herencia genética es con diferencia el más importante factor, al menos en las sociedades que, de alguna manera, impera la meritocracia, de nuestro éxito educativo y económico. Gran parte de las evidencias, siendo altamente técnicas, no son fáciles de entender para un lector ordinario, aunque el autor no se permite caer en el obscurantismo para su propio beneficio, como muchos sociólogos suelen hacer. Su insistencia de que hay diferencias biológicas predeterminadas (aunque, en ocasiones, superpuestas) en la psicología del hombre y de la mujer sin duda naufragará en conseguir su aceptación en ciertos círculos, pero prefiero no dudar de que hay mucha gente que, interiormente, están de acuerdo con él.
Por supuesto, cualquier conclusión practica de su estudio debe de ser considerada con mucho cuidado. Permítasenos, para el beneficio del argumento, sin embargo, suponer que las características deseables en, o al menos necesarios para, los ejecutivos de las grandes empresas se encuentran más habitualmente entre los hombres que entre las mujeres debido a su biología, o, en realidad, a cualquier otra razón. Ciertamente, esto no significaría que ninguna mujer no pudiese o debiese ser una ejecutiva. Significaría, sin embargo, que una máxima de lo alto de que la mitad de los ejecutivos debiesen de ser mujeres, sería perjudicial para la economía además de muy injusto para los individuos. Podría ocurrir, por ejemplo, que menos mujeres que hombres estuviesen interesadas en ser ejecutivos y, por consiguiente, las que estuviesen interesadas tendrían una injusta ventaja bajo esa máxima. No deberíamos nunca olvidar que no podemos tener discriminación positiva sin tener también su lado negativo.
La única forma no conflictiva para balancear nuestra igualdad con nuestras diferencias (el menos en las actuales circunstancias) es permitir a la sociedad encontrar sus propias soluciones sin el constante aluvión de estadísticas sobre la asunción de que una diferencia de resultados entre grupos es de inmediato una evidencia de juego sucio.
Otra probable fuente de crítica directa y acida es la creencia del autor de que la genética de la población desmiente la afirmación ortodoxa de que la raza es un simple constructo social sin ninguna realidad ontológica subyacente. De hecho, si la raza es considerada por las personas que razonan correctamente como un constructo social o como una realidad ontológica depende ampliamente del contexto. Por coger únicamente un ejemplo, las revistas médicas no tienen ninguna duda en tratar sobre los diferentes niveles de salud de los negros en Estados Unidos con relación al resto o sobre la relativa dificultad de tratar sus altos niveles de tensión arterial. Algunas veces la raza es un constructo social y algunas otras ‘la raza como un constructo social’ es, en sí mismo, otro constructo social.
Genetica y Circunstancias
No obstante, siento que hay una dimensión extremadamente importante que se pierde del libro, es decir el de la historia. Tal vez pueda dar unos cuantos ejemplos de lo que quiero decir procedentes de mi propio país y de mi experiencia.
En los años cincuenta, habría entre cincuenta y cien personas conocidas que eran adictos a la heroína inyectable en toda Gran Bretaña. En esos días, los médicos prescribían rutinariamente heroína gratis a los adictos de forma que el número real no era probablemente mucho mayor que el de los que eran conocidos. En realidad, una investigación del gobierno consideró que no había absolutamente nada de lo que preocuparse en lo que se refería a la adicción a la heroína en Gran Bretaña.
Como, aproximadamente, cuarenta años más tarde, había 150.000 adictos a la heroína inyectable en Gran Bretaña y otros 150.000 adictos a otras formas de administración de esta misma droga. Mientras estoy perfectamente dispuesto a creer que aquellos que se convirtieron en adictos tenían cierta ligera predisposición genética si los comparamos con los no adictos, encuentro difícil creer que la predisposición genética tenga algo que ver con el incremento de más de 300.000 adictos. La historia y las circunstancias que variaron son más probablemente los culpables.
Otro ejemplo, estoy perfectamente dispuesto a creer de que hay una distribución normal de la predisposición al crimen en la población de Gran Bretaña (de forma que unas pocas personas nunca cometerían un crimen sean cuales sean las circunstancias, unas pocas cometerían crímenes bajo cualquier circunstancia mientras el resto de la gente se encuentran en algún lugar entre estos dos extremos) y que el legado genético tiene una considerable influencia en el punto de esta distribución en el que se encuentra cada persona. Pero esto no puede explicar el gran incremento de la cantidad de delitos, de forma que en un par de generaciones un país ha pasado de ser uno en los que menos crímenes se cometían a ser uno en los que más se cometen del mundo occidental.
Cierto, el genotipo del país, por decirlo de alguna forma, ha cambiado con una inmigración masiva, pero una considerable proporción de inmigrantes provienen de grupos con menor, más que mayor, predisposición al delito que la propia población nativa y, en cualquier caso, el incremento en los índices de delincuencia comenzó antes de la inmigración masiva. Por lo tanto, mientras la genética puede explicar porque una persona ‘a’ más que una persona ‘b’ comete un delito en una sociedad dada, no puede normalmente explicar porque una sociedad ‘y’ tiene unos índices mayores de delincuencia que una sociedad ‘x’. Esto limita la prominencia del enfoque completo de Mr. Murray.
Mr. Murray confía en que las investigaciones de los nuevos genetistas y de los neurocientificos (especialmente los primeros) permitirán a la humanidad entenderse finalmente y así regularse mejor que hasta el momento. Me temo que hemos visto tales propuestas anteriormente, por ejemplo, las de los marxistas, freudianos o behavioristas (Mr. Murray se burla, comprensiblemente, de estos últimos). Mientras es concebible que esta vez va a ser cierto, que por fin estamos en la calle real para entendernos a nosotros mismos, yo lo dudo bastante. Nuestras vidas son un desorden tan complicado como siempre fueron, aunque con un nivel de comodidades mucho mayor.
La capacidad estadística de los estudios genéticos para vaticinar el futuro de una persona concreta es interesante pero también abre posibilidades de potenciales abusos, si la experiencia que nos ofrece historia nos sirve. Incluso los más entusiastas de los genetistas no afirmaría que el legado genético determina más que una pequeña proporción del comportamiento individual en unas circunstancias dadas (que en sí mismas son cuestión de imprevistos e imprevisibles cambios). Hay un peligro en que las autoridades, impacientes en su incapacidad de moldear a la sociedad como a ellos les gustaría o como esperaban conseguir, quisieran convertir las probabilidades en certidumbres y llegasen a realizar prevención mediante encarcelamientos, cirugías cerebrales, medicación o cualquier otro tipo de políticas distopicas.
Mr. Murray está considerado como el hombre del saco intelectual lo cual es absurdo. Creo que en algunas cuestiones está equivocado pero el que esté libre de pecado que tire la primera piedra. Un castigo apropiado para los niños caprichosos del College de Middlebury que lo trataron tan mal seria leer, aprender y asimilar interiormente las dos últimas páginas de este libro.
En esas páginas, Mr. Murray alerta sobre el profundo y nocivo esnobismo de las elites urbanas educadas de las que él ha escrito, que en general imaginan que ser algo diferente a ellos supone un destino horrible. De eso aportaré un ejemplo impactante procedente de un periódico británico progresista de izquierda, The Guardian: un columnista escribió en una ocasión que las chicas de las clases bajas de Gran Bretaña se quedaban embarazadas tan jóvenes porque la única alternativa para ellas era ser reponedoras de supermercados y para eso no es necesario estudiar. Este columnista de la elite educada daba a entender, de esta forma, que trabajar de reponedora suponía un tipo de vida insufrible, pasando por alto completamente el hecho de que trabajar como reponedora es perfectamente digno y útil para la sociedad, no es especialmente desagradable en sí mismo, puede no ser el último trabajo que la persona tendrá y es, probablemente, apropiado para muchas personas con capacidades limitadas.
Es este desprecio que hace daño, y que es lo que la moderna clase alta transmite tan exitosamente a los que se encuentran por debajo de ellos en la escala social. ‘Es el momento’ dice Mr. Murray, ‘de que las elites de Estados Unidos intenten vivir con los que no poseen sus mismos talentos’ y dejar de suponer que los pertenecientes a los escalones más bajos estén atormentados por la culpabilidad por su propia mala fortuna que al mismo tiempo, los de los escalones más altos, hacen todo lo posible para que se mantenga.