Una noche de junio, titubeante como el destino. Las ventanas abiertas y un temperado silbido de hojas removiendo el aire espeso. Quietud. Y algún coche que me saca del precipicio del silencio. Estuve leyendo un libro magnífico, del no menos magnífico Theodore Dalrymple, que acaba de publicar la exquisita editorial El Cercano: Nuestra cultura, ¿qué ha sido de ella? Sostiene el autor que hemos tirado por la borda, en el naufragio del presente, los valores que en verdad nos han definido. Otros pensadores, desde otras perspectivas y en diferentes ámbitos, también lo han hecho. De Edmund Burke al maestro Samuel Johnson, de Roger Scruton a nuestro próximo Julián Marías, de Michael Joseph Oakeshott a Jean François Revel. Y Chesterton, que escribía con la pluma de la luz y el vislumbramiento (¿por que los discentes de nuestras universidades no leen a Chesterton y sí a los zizeks y chomskys y gramscis y…?). Todos son fundamentales, los de arriba; los zizeks y compañía son tan prescindibles como la obtusa sima que ha dejado la ilustración en nuestro Gobierno. Fundamentales, insisto. Y más en este mundo que desprecia la filosofía política, la historia de la cultura, el saber metódico y transversal o las humanidades, qué importa su categorización. Este mundo vulgar, zafio. Miren nuestro presente. Contemplen un debate parlamentario. Avergüéncense como todo aquel que no pretenda cerrar los ojos ante el abismo. En él vivimos. En el hueco de la inteligencia. En la nada.
La verdad ha dejado de importar. Vale mucho menos que una mentira bien contada. Los neonarradores de la política patria se han inventado su postverdad y con ella tienen distraído al respetable público como si esto fuese un circo. Quizá lo sea. El mayor espectáculo del mundo. La insoportable levedad del demérito y el engaño. La sandez. Ella es nuestro ídolo. Y nos satisface. Gobernamos para los desfavorecidos -decimos-, pero en nuestra casa entran 20.000 euros cada mes. Creamos un ingreso vital que, si no se controla con rigor, nos abocará a la ruina social y económica futura. Y pontificamos. Y seguimos engañando. En España ya nada importa. Ni lo bueno ni lo malo. Ni la verdad ni la mentira. Que mueran 27.000 o 48.000. Que Marlaska continúe o nos (me) siga avergonzando. Que las señoras Montero sean ministras. Leo: «Lo vulgar y lo extremadamente horroroso parecen triunfar fácilmente y todo esto es aceptado por las mentes de los hombres». Me consuelan Dalrymple y este extraño olor a mar. Disculpen la tristeza.