ENTRE LA COMPLACENCIA Y EL PANICO
La primera víctima de las guerras es la verdad. También es la primera víctima de las epidemias.
Cuando las epidemias graves hacen sentir su presencia, una dialéctica entre la complacencia y el pánico aparece en las mentes de la población y de la clase política. Solo cuando la epidemia desaparece, se puede realizar una apropiada evaluación sobre si se hizo demasiado o demasiado poco para detenerla. Desde que la vida se vive hacia adelante en vez de hacia atrás, es solamente a posteriori cuando aparece claro lo que habría sido la respuesta correcta; pero si la epidemia mato a mucha gente, los reproches son algo inevitable.
Los políticos que nunca han tenido ni la menor idea sobre epidemiologia, se encuentran súbitamente empujados a asumir papeles de expertos y profetas, mientas al mismo tiempo tienen un ojo puesto en la aceptación publica de su actuación. Si admiten su ignorancia, son acusados de carencia de visión y de liderazgo; pero si hacen declaraciones concluyentes pronto se ven acosados por los argumentos contrarios de sus oponentes, sino de los propios hechos. Hace menos de dos semanas un artículo en el ‘New England Journal of Medicine’ finalizaba con estas nada proféticas palabras:
Si somos proactivos (en el modo sugerido), tal vez nunca tendremos que descubrir el potencial de epidemia o pandemia del 2019-nCov (el coronavirus).
¿Qué opciones tienen los políticos si los propios virólogos y epidemiólogos lo tienen tan poco claro?
Un error no es lo mismo que la estupidez y la debilidad, por supuesto, aunque en situaciones extremas a menudo se considera como si lo fuese. El deseo, por lo tanto, de encontrar un cabeza de turco es casi inevitable. Ni siquiera los máximos partidarios de Mr. Trump opinarían que la coherencia de sus opiniones es una de sus virtudes y no es sorprendente que en una situación que evoluciona tan rápidamente como la epidemia del coronavirus haya cambiado su tono, aunque no su discurso, varias veces. Está lejos de ser el único que lo ha hecho, por supuesto. Pero nunca olvida vituperar a sus contrincantes como ellos tampoco olvidan nunca vituperarlo a él. Parece como si las discusiones públicas sobre la epidemia fueran indistinguibles de una campaña electoral.
Si la epidemia se contiene, Mr. Trump se arrogará el éxito; si no se consigue, atacará a otros. Sus contrincantes harán lo mismo pero justo al revés: si la epidemia se contiene, alabaran a otros; si no se consigue atacarán a Mr. Trump. Así, existe un inquietante grado de verdad en la afirmación de que los políticos del partido demócrata no estarán demasiado pesarosos si se comprueba que la epidemia se extiende, al menos que se extienda lo suficiente para que la población se vuelva contra la administración: cada nueva muerte puede valer mil votos. El ansia de poder distorsiona la escala de valores de cualquiera, sea cual sea el partido político al que pertenezca. Así, desafortunadamente, es la naturaleza humana y ni siquiera el autoritarismo más estricto o las dictaduras pueden poner parches durante mucho tiempo.
Hay mucho que todavía no se sabe sobre el virus y su forma de contagio. Incluso su índice de mortalidad es desconocido porque muchos contagios transcurren sin ningún tipo de síntomas y, por consiguiente, no llegan a ser conocidos por los servicios sanitarios. Si, como parece, esto es lo que está sucediendo, el índice de mortalidad debe ser considerablemente inferior al dos por ciento según las actuales estimaciones, aunque esto también indica que el contagio es más difícil de controlar. Lo único que se puede considerar completamente cierto es que las personas de más edad tienen más riesgo que las más jóvenes, lo mismo que los que tienen enfermedades crónicas previas como hipertensión o diabetes. Si aparece una vacuna, aunque logicamente inicialmente en pequeñas cantidades, deberían de ser los mayores los que se inmunicen en primer lugar; pero en cualquier caso, es poco probable que se desarrolle lo suficientemente rápido para afectar al curso de la epidemia. (Incluso la necesidad de inmunizar en primer lugar a los mayores podría ser discutida ya que más años de vida humana podrían ser puestos a salvo previniendo la muerte de alguien de treinta años que previniendo la muerte de cinco de ochenta).
Como durante la Guerra Fría, ahora hablamos de contención más que de erradicación. Las tempranas esperanzas de que Estados Unidos podría estar administrando correctamente la epidemia han acabado en lo que realmente eran es decir, ilusiones. No solo los bienes y servicios se han globalizado, también la ineficiencia.
Por el momento la contención se confía a encontrar casos, seguir los contactos, aislamiento y cuarentena. En esencia estamos utilizando los mismos métodos que se empleaban durante la peste negra ocurrida en Europa entre 1347 y 1349. Fueron un fracaso en la peste negra que mató entre un tercio y la mitad de la población europea debido a algo desconocido en aquel tiempo: que el vector de contagio no era humano. A los que tienen síntomas de la enfermedad y a los que han estado en contacto con ellos, se les pide que se aíslen voluntariamente durante dos semanas hasta que, según las teorías actuales, se supone que no son contagiosos. Las reuniones numerosas tienen que ser canceladas o pospuestas, como durante la peste negra, y a la gente se le aconseja que viajen lo menos posible especialmente en transporte público en donde la posibilidad del contagio es más elevada. En el siglo XIV las paredes y muros se lavaban con vinagre y se fumigaban con humo; se nos dice que nos lavemos las manos a menudo y que no nos toquemos los ojos y boca, aunque no se sabe hasta qué punto esto es eficaz para prevenir el contagio. Algunas veces es necesario ir mas allá de la evidencia.
No es sorprendente que estos consejos – sin duda adecuados – conduzcan a la compra desproporcionada en los supermercados. Permanecer en casa tanto como sea posible es la mejor forma de evitar contagiarse incluso aunque uno no conozca a nadie que lo haya sido y más gente que nunca está trabajando desde casa. Pero, por supuesto, permanecer en casa requiere almacenar comida y otros artículos. Los stocks de mercancías en los supermercados, sin ser repuestos, son suficientes solamente para unos pocos días incluso en momentos de compras normales. Ante la primera señal de pánico es obvio que los estantes pronto se quedaran vacíos, lo que solo conseguirá incrementar el pánico inicial. En Australia, 33 casos confirmados de la enfermedad (de los que solo uno fue contraído en la propia Australia) – que es decir uno por cada tres cuartas partes de millón de la población – ha sido suficiente para causar compras compulsivas. También ha ocurrido en Estados Unidos en donde ha habido un caso por cada 3.3 millones de habitantes.
¿Es estupidez o prudencia lo que está ocurriendo cuando morir por la infección supone las mismas posibilidades que hacerse rico comprando un billete de lotería? Hasta el momento en Estados Unidos han muerto únicamente seis personas como consecuencia de la enfermedad producida por el virus (la mayoría con patologías previas) desde que la epidemia comenzó y alrededor de tres mil en accidentes de tráfico: pero nadie, excepto tal vez unos pocos ansiosos patológicos, rechazan subirse a un vehículo debido a la posibilidad de una accidente de tráfico. En el mismo periodo, además, sobre dos mil quinientas personas han sido asesinadas y, de la misma forma, nadie esta poseído por el pánico.
Las cifras desnudas con las que hacemos las comparaciones no pueden, por supuesto, utilizarse para comprobar la sempiterna estupidez de la naturaleza humana, su incapacidad para ver las cosas en una apropiada perspectiva y para comportarse de acuerdo a ello, porque, mientras es perfectamente posible que el número de muertes por el coronavirus vaya a crecer a un ritmo exponencial, es improbable, y nos quedamos cortos, que se vayan a acercar a las tasas de muertes por accidentes de tráfico o por asesinatos. No obstante, la epidemia no durará para siempre y cuando haya finalizado es probable que, para los estándares de la catastrófica gripe española de los años 1918 y 1919, se comprobará que habrá sido bastante más leve. Es siempre posible, sin embargo, que la próxima epidemia de un virus nuevo será peor de forma que la dialéctica entre complacencia y pánico continuará.
Pero la epidemia bien podría tener efectos mucho más importantes de los que se puedan explicar por el número de fallecimientos sea cual sea este. El mundo súbitamente se ha despertado para comprobar los peligros de permitir a China ser el taller del mundo y de confiar en ella como la principal productora de suministros para casi cualquier cosa desde coches hasta medicinas, desde ordenadores hasta teléfonos. Sin duda los servicios normales pronto se reanudarán una vez la epidemia se acabe, incluso aunque sea a un nivel inferior, pero como mínimo la producción de suministros debería de diversificarse políticamente y quizás geográficamente; la dependencia de un solo país es para la industria lo mismo que depender de un solo cultivo lo es para la agricultura. E igual que el corazón tiene sus razones que la razón no conoce, los países pueden tener razones estratégicas que las razones económicas no conocen.
El peligro es que la epidemia pueda ser utilizada como una justificación para un proteccionismo contra los vecinos y para juegos económicos peligrosos que tengan como consecuencia un gran empobrecimiento del mundo. El sentido común, esa misteriosa facultad que es tan difícil de definir o cuantificar, pero que indudablemente existe, será necesario para planificar e implantar la seguridad estratégica y la eficiencia económica. Incluso en situaciones en las que hay fuerte evidencia científica que nos guie, como con la actual epidemia, el sentido común también es necesario. El ambiente político enormemente crispado en el que los contrincantes difícilmente pueden soportar la vista del otro, o conceder algún valor a sus ideas, no ayuda en absoluto.
LA PANDEMIA ES LA SALUD PARA EL ESTADO
Por mucho que podamos pensar sobre el concepto de inevitabilidad histórica, algo sí parece predecible: que cuando la actual epidemia del nuevo coronavirus desaparezca, habrá mucho debate sobre las enseñanzas que debemos extraer de ella. Esas enseñanzas dependerán de la evaluación de las consecuencias, tanto las positivas como las negativas, y de lo que se haya hecho durante su transcurso. Es improbable que cualquier debate vaya a ser concluyente, en el sentido de que ningún hombre racional podría disentir a priori de ninguna conclusión particular; el ruido ideológico va a ser de gran volumen, incluso ensordecedor.
De hecho, el debate ya está empezando, aunque el final de la epidemia aún no se encuentra a la vista y asuntos vitales, como por ejemplo cual es la letalidad real de la epidemia, todavía no están resueltos. Incluso esta pregunta, que parece solamente basada en hechos, dará pie a muchas discusiones. Y la verdadera medida de la gravedad de la infección, el número de muertes ocasionadas, o el número de años de vidas humanas perdidos tampoco será fácil de conocer. Estos dos últimos datos pueden ofrecer muy distintas nociones de como de grave fue la epidemia, al menos en comparación con otras epidemias.
Cuantas más variables, mas campos para el desacuerdo razonable, y sin duda también, para controversias irracionales y causticas. ¿Hasta qué punto fueron las medidas tomadas, efectivas y, por consiguiente, necesarias? ¿Pudieron o debieron haber sido tomadas antes, o pudieron o debieron haber sido más orientadas hacia la población más vulnerable? ¿Alguien tuvo en cuenta los negativos efectos de las medidas propuestas y tomadas? Habrá historias e historias y revisiones de las mismas por al menos un siglo.
En Francia, muchos de los comentarios hasta el momento examinan el papel apropiado del estado en la recuperación de la epidemia propiamente dicha y de los efectos económicos subsiguientes. El mensaje predominante es que la acción del estado es la única forma para que esto pueda ser realizado; y creo que pocos discutirían que cualquiera que el papel del estado haya sido, o deba ser en el futuro, en comparación con el resto de la sociedad, de hecho, se ha fortalecido considerablemente por la epidemia. Más todavía, hay muchos que quieren que se fortalezca aún más y que darían la bienvenida a un control casi totalitario sobre las vidas de las personas que la epidemia provocó. Jean-Francois Revel escribió un libro titulado ‘The Totalitarian Temptation’ hace más de cuarenta años, y el totalitarismo todavía sigue siendo una tentación, al menos para algunos; todavía escucho elogios sobre los años de la guerra cuando la población tuvo que comer más saludablemente que nunca antes, gracias a la distribución que el gobierno hizo cuidadosa y científicamente de los menús. Lo hicimos entonces, ¿por qué no lo podemos hacer ahora ya que el abuso de comidas inapropiadas ha conducido a la extensión de una enfermedad como la diabetes tipo II? El coste de esta enfermedad es asumido por dinero público; ¿Por qué, por consiguiente, no tienen derecho los administradores del dinero público a dictar la dieta de la población?
La coherencia, al menos en las cuestiones de política, es sin duda escasamente habitual, y no siempre a cada argumento le sigue su lógica conclusión. Las abstracciones filosóficas no pueden ser la única guía de nuestras acciones políticas, aunque tampoco pueden ser enteramente desechadas. El ser humano sin principios es un canalla; el ser humano con solamente principios es un fanático.
El anticipo de las discusiones, y sin duda de las disputas políticas que van a llegar, fue publicado en el periódico de izquierdas francés ‘Liberation’ el 27 de marzo. El periódico ha recorrido un largo camino hacia lo razonable y la moderación desde su fundación por Sartre en sus tiempos más maoístas y ahora es el periódico de la izquierda domesticada. El artículo que atrajo mi mirada llevaba el título ‘Covid-19: la vuelta del estado de bienestar’. Era de un profesor jesuita, Gael Giraud, de uno de los colegios de élite franceses.
Las siguientes palabras estaban impresas en rojo: ‘Si hay franceses muriendo por el coronavirus es debido a tres décadas de austeridad presupuestaria que han reducido la eficacia de nuestro sistema público de hospitales’ La mayoría del artículo es un ataque contra la bestia negra de prácticamente todos los intelectuales franceses, el denominado neo-liberalismo, que es lo mismo que decir las políticas económicas, con variaciones, que han sido implantadas por todos los países occidentales durante las últimas décadas.
Sin duda hay muchas cosas que decir contra esas políticas: por ejemplo, su propensión a producir burbujas con aparente acelerada frecuencia. Estas son el resultado del deseo de conciliar el gastar más de lo que ingresamos con una evidente baja inflación lo que ocasiona emitir dinero y deuda, por un lado, y la subcontratación de la producción, por la otra; de esta forma los bienes de primera necesidad se mantienen baratos mientras los activos incrementan su valor fuera de toda proporción. Aun mas, uno de los que más gastan sobre sus ingresos es el estado ya que, entre otras cosas, insiste en el mantenimiento del estado de bienestar. Hay un aspecto típicamente liberal de la política, es cierto, denominado el libre movimiento del capital; pero en su aspecto de provisión publica de servicios como la salud, la pensiones, educación, etc., sería más exacto denominarlo neo-socialismo que neo-liberalismo. Tal vez el mejor termino seria neo-corporacionismo ya que son las grandes corporaciones y las administraciones gubernamentales las que más beneficios obtienen de esta política, una tendencia que la quiebra de las pequeñas empresas que ocurrirá tras la epidemia, reforzará.
Me resulta curioso que un hombre inteligente, muy formado y, con casi toda certeza, muy decente, pueda escribir esta articulo sin hacer ninguna referencia al hecho de que el gasto público en Francia ya representa el 55% o más del PIB y que Francia tiene uno de los estados de bienestar más generosos del mundo, sobre todo, obviamente, para sus receptores, además de las máximas y más inflexibles protecciones para el empleo. Nada de esto es liberal, al menos en el sentido económico de la palabra liberal.
El autor presta atención a la diferencia entre Francia y Alemania en la cuestión del número de puestos en las unidades de cuidados intensivos, tan necesarias durante esta epidemia, aunque probablemente afecte al número de muertes mucho menos de lo que parece en primera instancia. Alemania tiene muchas más camas de este tipo que Francia pero el autor parece no saber que la proporción del gasto público en Alemania es un 13% inferior que en Francia y en Corea del Sur, en donde todo el mundo está de acuerdo, al menos hasta el momento, en que la epidemia fue muy bien manejada (las interpretaciones revisionistas serán más que probables), la proporción del gasto público del PIB es menos de un tercio del de Francia.
Esto sugeriría, como poco, que la cuestión tiene que ver con la escasa eficiencia y las malas decisiones tomadas por el sector público, más que por la austeridad impuesta sobre él: y esto asumiendo que el factor determinante de la letalidad del virus es el tratamiento hospitalario, que puede ser cierto o no. No lo digo por este autor en particular: pero no tengo duda de que hay muchos a los que les gustaría utilizar la epidemia como un pretexto para ejercer más poder y control sobre la población.