Crecí encima de un sanatorio, en el piso de arriba. De mi padre, que era médico. A mediados del siglo pasado, cuando ésto podía ser. Después de unos años el sanatorio cerró y comencé a visitar a mi padre en su segunda casa que pasó a ser la Residencia Sanitaria. En uno y otro lugar, la bata blanca que él ponía era para mí como una bandera blanca de paz con la salud, y la verde quirúrgica una batalla en carne viva para ganarle a la muerte su triunfo antes de tiempo; en ocasiones la veía pintada del rojo que llevamos todos dentro del cuerpo. Admiraba al médico que no daba nunca por perdida una batalla con el dolor o mal del paciente, por muy extremo que éste fuera, su “vocación” arrebataba horas a cualquier otro aspecto de su vida, incluso alguna vez la sentí anteponerse a su familia. Mera impresión propiciada por celos del amor, y debida a la entrega, pasión, abnegación que mantenía con su ciencia y técnica. Estudio, dedicación, congresos, incluso peleas con políticos expedientes sancionadores de la Administración de turno porque para él siempre lo primero y último su juramento hipocrático en pro de la curación del ser humano. Sangre, sudor y lágrimas, tres formas que asomaban de su interior exhausto de emoción y fatiga por la pelea con la parca que gravita en torno a nuestra condición humana. Así, cenas interrumpidas, noches de ausencia, salidas urgentes y prematuras de cualquier lugar cuando sonaba una alerta del Hospital, siempre actitud estoica y mágica, ejemplar y que tenía algo olvidada hasta ayer, cuando la despertaron los aplausos de la ciudadanía desde la ventana de agradecimiento a esta clase sanitaria (médicos, enfermería, celadores, chóferes ambulancias, investigadores, etcétera) a su profesionalidad y heroísmo en la guerra con el coronavirus. GRACIAS por vuestro esfuerzo y dedicación, gracias por evocarme al médico bueno y vocacional que era mi padre, y APLAUSOS.
“QUÉDATE EN CASA” es lo menos que podemos hacer por nosotros mismos y por esos que “se la están jugando” por los demás, para que no pare la Vida a pesar del frenazo brusco del mundo.
Ayer, pues, acabó el segundo día de confinamiento en casa. Hoy ya es obligatorio para todo el mundo, con las excepciones que todos sabemos. ¡Qué poco se nos pide para tanto mal suelto! En Italia se extendió una máxima: “A nuestros mayores les pidieron un día ir a la guerra, a nosotros se nos pide simplemente que nos quedemos en casa”; fundamentalmente para protegerlos a ellos, ancianos susceptibles de ser vencidos por este virus más fatídico que obuses y disparos de la gran guerra. Después de varias imbecilidades leídas o vistas en las redes sociales y televisiones varias respecto al virus, como la del baño de Sergio Ramos jugando en la piscina climatizada de su casa con los tres peques que no tienen culpa de no saber el tamaño de un dedo que tiene la frente de su padre (aún no oí a ningún deportista de élite ofrecer unos pocos millones de euros de los muchos millones que tienen para combatir las necesidades, no solo medicas sino también sociales; el dedo de frente); después también de algunas cosas grandes que se suceden y nos dan esperanza, por ejemplo está ese médico joven que es un fenómeno de las redes sociales poniendo a caldo a jóvenes que van a urgencias a que les hagan la prueba y en la espera se están descojonando de lo bien que lo pasan, que será jodiendo aunque aquí joden al prójimo sin ningún tipo de placer. De algunos jóvenes, también idiotas, que contestan al periodista “que ahora que han pasado los exámenes de enero la cuarentena es perfecta para salir de fiesta y resarcirse del esfuerzo estudiantil del primer trimestre, a otros jóvenes generosos y solidarios que se ofrecen a llevarle la comida a un vecino mayor, o a cuidar niños. Muchas más escenas de color y blanco y negro nos dejó el día, pero yo me quedo hoy con esos aplausos en las ventanas para que los escucharan en su ánimo de corazón todos aquellos que nos están cuidando con una dedicación y esmero digna del mayor agradecimiento. GRACIAS, GRACIAS, GRACIAS.