Presentación de “Los hijos de la Revolución Francesa”
de Manuel Janeiro
28 de enero de 2019 – Casa de Galicia – Madrid
Esta novela es un libro de poesía disfrazado de libro de memorias, de compendio de reflexiones filosóficas dispersas, de trabajo de campo de antropología y de tratado urgente de sexualidad amorosa, trufado de disquisiciones psicológicas sumamente sugerentes por heterodoxas, de acotaciones de gastronomía, de geología y de historia del arte.
O dicho de otra forma: este libro de poesía es una novela. Una novela compuesta por 17 viñetas o capitulillos, cuyo aparentemente deslavazado orden secuencial, como al desgaire, esconde un preciso y minucioso flujo narrativo de máxima eficacia emocional, devastador.
He tomado unas notas en mi segunda lectura, aún más emocionante que la primera.
Hay algo que desde el principio me ha cautivado: el desparpajo. La expresividad sin tapujos ni ñoñerías. La expresividad libre. Pero, si no es una contradicción irresoluble, que no lo es, se trata de un desparpajo elegante. Bueno, la aristocracia siempre ha sido así: descarada, insolente, impúdica, pero al mismo tiempo refinada y segura de sí misma. Por alusión al título del libro (Los hijos de la Revolución Francesa), esta sería más bien la elegancia ilustrada de los sans culottes. Y por ello, excesivamente ilustrada, como pretensión, como necesidad de una auto-imagen reivindicadora.
Pero ese desparpajo es un tesoro. Si no está presente la pequeña gran verdad del tono literario no hay literatura. La invasiva y omnipresente corrección política, o moral, o como quiera llamarse, no es otra cosa que censura, que aspira, como logro máximo, a convertirse en autocensura. En realidad ya lo ha conseguido. Winston ama al Gran Hermano. Nada de eso encontraremos aquí. Rara avis en el panorama literario actual. Valiente, sin pretensiones esta vez, sin alardes. Todo el lenguaje a su disposición —subrayando la palabra todo—, con una naturalidad apabullante.
Sí, sin miedo, porque por las facciones o los rasgos que muestra el lenguaje jamás deberíamos permitirnos establecer un juicio determinante del significado profundo que contienen. Como es igualmente ridículo y de supina ignorancia juzgar a una persona por las facciones de su rostro, negándose por ellos a conocerla más. Prejuicios y miedos de esta sociedad timorata y superficial.
El propio autor lo desvela, si se quiere entender el subtexto. Cito, de la página 41: «…es posible que pretendiéramos hablar otra vez del amor, ese espejismo del que tanto sabíamos y al que tanto recurríamos bajo la coartada de hablar de tías, un clásico que cultivábamos en sus distintas variables desde la adolescencia.» Fin de la cita.
«Hablar de tías», esa expresión tan utilizada por los hombres de mi generación, de nuestra generación. En la novela se habla de tías constantemente, tanto en episodios y aventuras rememoradas como en el tiempo presente de la narración. Que hipocresía sería negarse a sumergirse en la profundidad humana que se ocultaba tras los códigos, tal vez desabridos o cínicos, siempre cómplices, con que los jóvenes y los hombres compartíamos nuestras más íntimas inquietudes sentimentales. A veces gloriosas, a veces dolientes. O incluso ficticias.
Porque toda la novela está cuestionando, y aún diría más, derribando esa superficialmente entendida «prepotencia» masculina. Hay un dramático desencanto del macho, una desmitificación, un derrumbe desolador, inconfesable, pero latente en todas las páginas de la novela. Que tiene su impresionante colofón al final del libro, y no digo más para no rozar siquiera la posibilidad de hacer spoiler, o sea de destripar la historia, que se dice en castellano.
El vacío, el desengaño de la idea de ser hombre, con todos los matices y componentes que para nosotros conformaban la idea, es patente, y refleja de una forma despiadada el descoloque que sufre nuestra raza masculina ante el fehaciente fracaso de su adaptación a un mundo de relaciones necesariamente más ecuánime y honesto (me niego a decir igualitario, por absolutamente equívoco).
Cita (pág 45): «Grageas, pomadas… ¿Entonces uno tiene que vivir para la polla?, dijo Willy groseramente. “¿Y no es para lo que has vivido siempre?”, le contestó Fernando Latarce con displicencia.» Fin de la cita.
Asistimos como espectadores privilegiados a un verdadero striptease de la sexualidad masculina. Y los stripteases, tan exuberantes y tan paradisíacos para el imaginario masculino, insospechadamente requieren, como todos los hombres sabemos, una gran dosis de respeto y de pudor. Eso mismo pido a las lectoras. O mejor, lo exijo.
Porque, como el propio autor confirma, esos mismos tipos masculinos, tan aparentemente oscuros, como si equívocamente se entendiesen surgidos de la pluma de un narrador nihilista, no lo son en absoluto, son «fulanos rellenos de luz» (pág. 56), que a mí me recuerdan, en efecto, a los personajes que pueblan la literatura de la Generación Beat americana de mediados del siglo pasado, de los Kerouac, Burroughs, Ginsberg… Seductores y luminosos en su desidia física y moral, en su fracaso vital, en su elegida indigencia. Son retratos de gente compleja y contradictoria rica en facetas aparentemente incongruentes. ¡Necesitamos imágenes, ideas, emociones complejas! Si no, el número de nuestras neuronas se seguirá reduciendo a estos pasos agigantados.
Fíjense si no en como el autor destroza, por implosión, el propio lenguaje que le ha conformado biográficamente como hombre, destapando tras la miseria del significante la impresionante fecundidad y profundidad del contenido implícito. Cita (página 71): «Pues si pudiera verle la cara yo me la tiraría, afirmé yo.» Por favor, contengan la indignación jesuítica. Sigue la cita: «Por toda respuesta Willy me miró con su sonrisa habitual y volvió a beber del vaso. Ese cuerpo de guitarra y ese culo potente, quizá algo excesivo, me gusta. Me gusta también la melenita cuidada y los tobillos que dejan ver los pantalones. Me podría tirar todo lo que veo, los tobillos, los zapatos de marca, la mano con la que gesticula y que se le ve desde aquí. Por el bolso y la gabardina que tiene apoyados en la banqueta de al lado no habría problemas, también me los tiraría, pero necesito verle la cara.» ¿Qué significa para el autor «tirársela», más allá de la soez expresión supuestamente machista de la palabrita en cuestión? Amarla. Aún más que de «hablar de tías», de amor está lleno el libro. Amor cuando no es esa la palabra que hay que decir entre amigos, porque rebasa nuestro entendimiento y nos enturbia, y nos hace creyentes de algo, y nos desfigura y nos asusta. Y porque no queremos reconocer que morimos por ella. Puro cinismo infantil, ya lo sé. Todo eso es este striptease.
En fin, basta de interpretar y facilitar la digestión de una expresividad retratada con el candor del juego y la plena confianza en la grandeza de alma del lector o lectora. Siento vergüenza por haberlo intentado, cuando el autor ni siquiera se lo plantea, incluso habiendo escrito su novela en primera persona.
Porque tropezar con esa piedra y caer es dejar abandonados a su suerte a cuatro tortuosos y entrañables seres que se instalan con todo su caos luminoso en nuestro corazón. Misericordia es la palabra que destila, para mí, toda esta historia. Misericordia es lo que todos necesitamos para ser capaces de mirarnos unos a otros al rostro, cuando se ha vivido el tiempo suficiente para haberse implicado en la vida con toda la torpeza, el estupor y la magnificencia que por igual nos adorna. Al final, misericordia hacia uno mismo, misericordia sanadora y a la vez mordiente. Janeiro nos coloca ante ese espejo de desolación, risa, dolor infame y… denodada aceptación. Y esa brutal invitación a afrontar la escondida y profunda grieta azufrosa de nuestro desamparo solo se puede llevar a cabo con la poesía.
Gracias, Janeiro, no solo por el milagro de atreverte a intentarlo, sino por conseguirlo hasta la médula. Gracias.
Miguel Ángel Mendo
Madrid, enero de 2019